Quiero confesar
que tengo a un basilisco
encerrado en mi pecho.
Que, cuando tú,
verdugo y carcelero,
apresaste a mis silencios
provocaste,
con tu egoísmo,
que eclosionara su huevo.
El basilisco en mi pecho,
me partió desde dentro y,
con los pedazos de mí,
renací como un fénix.
Así pues,
pienso quebrar tus huesos.
Y me beberé tu sangre,
y te zurciré el pellejo.
Qué mis fuerzas son el fénix
y mi odio un basilisco.
¿Puedo seguir viviendo
con tantas contradicciones
en mis lamentos?
Quisiste destruirme
y lo conseguiste.
La herida que me infringiste
hizo que nunca
vuelva a ser la misma.
Tengo a un basilisco
encerrado en mi pecho,
y a un fénix que calcina
todos y cada uno de mis recuerdos,
para que nunca exista la prueba
de cuando fueron tuyos
todos mis «Te quiero».
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