Amaranta fue devorada en un hospital. Nació el veintiocho de diciembre, el día de los inocentes, y hacía mucho frío. Aquella desgarradora madrugada, Romina, su futura mamá, olisqueó las habitaciones de natalidad en busca de sangre. «La maternidad y la sangre siempre fueron lo mismo, porque la vida se erige a través de nuestro dolor», susurró a Amaranta cuando alcanzó la edad de seis años. Aquella frase, que hasta pasado mucho tiempo no llegó a comprender, terminó calando hondo dentro de ella. Romina, como buena bruja malvada, devoró a la recién nacida, que descansaba inerte en su incubadora. Años después se lo confesó, le dijo «Te vi en el hospital y tu corazón no latía. Eras calva, roja y parecías un saco de huesos, así que me resultó sencillo engullirte en tan solo un bocado. Te llevé en mi panza desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche. Después, tu corazón volvió a funcionar. Te devolví la vida en un parto como los de antaño y tú llorabas como si buscaras aferrarte a algo pero no sabías a qué».
Pasados muchos años, Romina explicó a su hija Amaranta que si deseaba convertirse también en bruja, no iba a poder ser madre a la antigua usanza. «El castigo que recibimos las mujeres al abrazar el don de la magia nos arrebata nuestra feminidad», le susurró en el oído, porque era un secreto. «Y nos volvemos viejas, feas, y poco deseables. Y nos crecen verrugas y canas». «Pero a mí me gustan las canas, mamá. Resplandecen como la plata a la luz del sol», le increpó la pequeña Amaranta. «La sangre se escurre de nuestros cuerpos, así que no podemos concebir. Y la única forma de hacerlo es alimentarnos de la sangre de otra, de la vida de otra. Así fue como te di a luz». «¿Y eso por qué sucede, mamá?». «Hay gente que afirma que fue una maldición de los Dioses, porque fuimos quienes trajimos los milagros de la medicina. Decían que, además, embaucábamos a los hombres para arrebatarles el raciocinio, por eso contra más poder reside en nosotras, nos volvemos más feas». A pesar de aquella confesión de su madre, tomó la determinación de abrazar el don de la magia sin ningún tipo de temor a sus consecuencias.
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Amaranta había descrito su transformación en bruja malvada como un cuento para asustar a los niños y las niñas. Empezaba con «Érase una vez» y proyectaba todas las ideas que tenía sobre lo maravilloso que era ser vieja y fea. Cada vez que se miraba en el espejo, en lugar de ver su rostro, parecía que estaba frente al de mamá. Su cabello, negro como el tizón, adquirió el blanco azulado de la vejez. Como mamá. Sus ojos —negros como el tizón, también— se volvieron inútiles. ¿Cómo los de mamá? No lo sabía. Suponía que sí, puesto que la magia alejaba la realidad hasta deformarla. Y aquello era como ser ciega, ¿verdad? Así que solo podía percibir las auras de las personas, el olor de las galletas y el espacio que ocupaban los elementos de la estancia. Sin embargo, como buena bruja, era capaz de disimular para que no lo descubrieran.
Las arrugas de su frente hacían que su piel recordara a una vela encendida, con la cera muy gastada. Sus dientes eran afilados y blancos. Sus manos delgadas y huesudas. Su nariz tenía una verruga. Como mamá. Como mamá. Como mamá. Ella era hermosa, porque recordaba a mamá. Y aquello, desde luego, era el mejor regalo del mundo. Aunque antaño fue bonita; con la piel tersa, el cabello largo y liso, los ojos redondos y llenos de preguntas… Ahora era no-joven. No-bonita. Pero, por encima de todo, se sentía libre. Triste y libre. Más libre que triste, aunque triste a fin de cuentas.
A veces, fumaba peyote porque tenía la capacidad de hacerla viajar a otros lugares que la empujaban a sentirse como si fuera otra persona. Aquello la hacía feliz, porque era capaz de hacerle olvidar la pérdida de Romina. Solía inhalarlo en pipa, tumbada en su sofá de estampado morado. Se quedaba, entonces, mirando hacia las grietas del techo mientras intentaba crear figuras a través de ellas. Imaginaba a un perro. Después era un perro que hablaba con gafas de sol. Más tarde, era un perro que hablaba con gafas de sol, uniforme de policía y que montaba sobre un vehículo deslizante. Hasta que, de repente, todo se volvía negro.
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Mamá se marchó una madrugada en la que Amaranta no podía dormir; quizá porque sus dotes mágicos la avisaron, tratando de anticipar la tragedia. Escuchó ruidos en su habitación, así que acudió a rescatarla como si se tratara de la princesa cautiva de un cuento. Pero, cuando destapó las sábanas, estaban vacías. Así que se quedó durante unos instantes frente al colchón vacío, de la cama vacía. Y vacía se sintió ella, también, porque aquello fue como si se hubieran secado todos los órganos de su cuerpo. La bruja Amaranta, ahora era una cáscara de la bruja Amaranta. Le habría gustado llorar, romper la almohada, quemar su hogar. Quería, desde luego, hacer algo. O que el tiempo se detuviera en aquel instante, porque la experiencia le había enseñado que los sucesos traumáticos congelaban las cosas. Pero no ocurrió. Así pues, el castigo de la Bruja Amaranta llegó con el inexorable paso de los días, de las horas, en un mundo donde nadie, a parte de ella, recordaría la imagen de mamá. Bajo las mantas encontró un montón de plumas de pato, así que tuvo el impulso de creer que su madre se convirtió en ave para salir volando por la ventana que, efectivamente, estaba abierta.
En alguna ocasión pensó que la había abandonado, aunque después llegó a la conclusión de que era imposible. ¿Cómo iba a dejarla sola mamá, cuando le dijo que era la luz de sus ojos? Si le preparaba galletas de chocolate era porque la quería, y lo que el azúcar unía, nadie lo podría separar jamás.
Tras la desaparición de mamá, Amaranta empezó a heredar su magia. Su cabello se hizo blanco como la cal, sus ojos se volvieron opacos y su rostro se convirtió en el de una anciana. Sabía que había sucedido por la tristeza, que tenía el poder de convertir a las brujas en desgracia. La mayoría de ellas eran viejas porque la desdicha las había llenado de agujeros. Sin embargo, a Amaranta no le importó; de hecho, incluso le gustaba. Se miraba en el espejo para admirar su cara de bruja malvada, y su verruga, y sus arrugas, y sus uñas largas y afiladas. Ahora era una villana completa. Y, como villana completa, no podía ser feliz.
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En la nueva ciudad, plagada de tecnología, las mujeres ya no daban a luz como antaño. Ahora se pedían los bebés por encargo en las incubadoras del hospital, de modo que la sangre ya no ocupaba un papel fundamental en el embarazo. Amaranta estaba muy asustada por aquello, porque pensaba que los dispositivos electrónicos habían dejado fuera de lugar a la magia y, como consecuencia, ella y todas las brujas iban a desaparecer de la faz de la tierra. Por eso, daba clases sobre hierbas medicinales en su casa, a la par que intentaba educar a las mujeres sobre la importancia del sacrificio de la sangre.
Mira, una de sus alumnas predilectas, había acudido aquella tarde con Axel, su pareja, a que le hiciera una tirada de Tarot. Se había quedado embarazada por el método tradicional, a pesar de los intentos de Axel por hacerla cambiar de opinión. De hecho, a Axel no le agradaba Amaranta en absoluto; podía verlo en su aura, que pasaba a oscurecerse cada vez que estaba cerca de ella. De la misma forma, Axel tampoco podía entender la implicación que tenía Mira por sufrir un embarazo, cuando podía ahorrarse todo el dolor y riesgos médicos mediante el uso de la incubadora. «Las mujeres somos creadoras de vida y debemos de experimentarlo en nuestras carnes. La naturaleza nos pertenece y no debemos de profanarla. Es una aberración que una máquina tenga a nuestro bebé en lugar de nosotras», espetó Mira, como si estuviera haciéndole un reproche a sus pensamientos.
El estómago de Mira había crecido como un globo, le llegaron las náuseas, los antojos y, en última instancia, las pataditas del futuro bebé, Elías. Axel solía poner su mano sobre su vientre hinchado, buscando conectarse con él. Le gustaba regalar palabras de cariño, mientras besaba la piel del estómago de Mira, que de contener a Elías parecía dada de sí. En ocasiones, Axel tenía pesadillas en las que se abría una brecha en la redondez de su amada, que la engullía a ella y al feto.
La puerta de entrada de la casa de Amaranta tenía la estatua de la diosa Hécate en un relieve de madera. Aquellos seis ojos, de las tres cabezas, parecían observar cada uno de sus movimientos como si buscaran proteger la entrada del hogar. Mira colocó su mano derecha sobre una de las cabezas de la diosa, después le susurró a Axel «Ella nos representa a nosotras, las mujeres». Axel guardó silencio, mientras sopesaba qué relación habría entre la feminidad y aquellos rostros.
Entraron a la casa de la bruja, que olía a sándalo. Estaba repleta de piedras mágicas, además de otros objetos que Axel no supo identificar. Tenía un péndulo de cuarzo rosa, una bola de cristal y diferentes barajas de cartas con poder para la adivinación. Amaranta les recibió con una sonrisa bajo sus diminutos ojos grises, enmarcados por unas gafas de media luna. Tenía el cabello cano, prácticamente blanco, con matices que variaban entre el violeta y el azul. Sobre su cabeza llevaba un sombrero de bruja hecho de papel de aluminio. Mira censuró a Axel, por miedo a que se riera de aquel extraño accesorio.
—¡Muchas gracias por invitarnos! Teníamos ganas de visitarte —empezó a hablar Mira, con genuina emoción. Axel decidió no comentar nada al respecto. —Como ya sabrás, me he quedado embarazada por el método tradicional y quería asegurarme de que todo está marchando bien con mi futuro bebé.
Amaranta asintió, antes de animarse a hablar.
—En primer lugar, me gustaría que antes de que empecemos con la sesión de Tarot me hagáis un favor. Tenéis que dejar cualquier artilugio electrónico que llevéis encima en esta caja. Antes de iros, os traeré la caja de vuelta. —Tomó aire. —Espero que me disculpéis, pero las ondas electromagnéticas me consumen como el aceite de un candelabro. Y me pongo enferma. El electromagnetismo es incompatible con la magia.
Mira asintió, después colocó su teléfono móvil dentro de aquella caja, que estaba hecha de metal. Axel imitó a la futura mamá de su hijo. Tras aquello, Amaranta les dirigió a un comedor con la mesa redonda, cubierta con un mantel con dibujos de constelaciones del horóscopo. Sacó su Tarot del bolsillo, encendió una vela blanca y volvió a sonreírles.
Lo cierto era que, desde que la tecnología había ocupado un lugar tan importante en la ciudad, Amaranta se había ido sintiendo más enferma. Pensaba que tenía alergia a las ondas, porque eran incompatibles con su poder arcano. Por eso solía pasearse con su sombrero de papel albal en la cabeza, ya que desviaba los rayos lejos de su cerebro.
—¿Cuál era el motivo principal de vuestra consulta?
—Me gustaría saber el sexo del bebé, y el color de sus ojos. También quiero saber si nacerá sano y si será feliz. —La emoción vibraba en la voz de la futura mamá de Elías.
Amaranta guardó silencio y se puso a repartir las cartas sobre el tapete de la mesa; las colocó en forma de cruz, siguiendo el órden de las agujas de un reloj. Mira reconoció la Rueda de la Fortuna, el Carro, la Sacerdotisa y la Templanza como los arcanos mayores. El resto de cartas fueron un Dos de Copas y el Rey de Oros. De todas ellas, la que le pareció más bonita fue la de la Sacerdotisa. Representaba al número dos de la baraja y aquello, evidentemente, era bastante revelador. El número dos como sinónimo de un segundo lugar. ¿Segunda en qué? En la vida, tal vez. Las cualidades de Mira nunca habían destacado en particular y siempre tenía la sensación de que había alguien dispuesto a ensombrecer su brillo. Segunda, también, por lo que implicaba ser mujer. Nosotras éramos la otredad. Mientras que el estándar —lo primero—, siempre fue lo masculino. Así que teníamos que seguir los pasos de un sendero que jamás pudimos escoger, que nos impusieron.
Mira también pensó en que había otras connotaciones en aquel arcano. El conocimiento desde la practicidad, que terminaba originándose en su misma esencia; innato. La plenitud del universo tampoco podía escapar a la sabiduría de la Sacerdotisa que, encerrada en un palacio, había desentrañado el significado del mundo sin tan siquiera haberlo podido visitar. Y así se sentía Mira: como un pájaro cautivo. Ella, igual que muchas de nosotras, tuvo que aceptar el rol de la contemplación.
—¿Qué te pasa? Te noto dispersa —le increpó Amaranta.
—Nada, es solo que a veces me da la sensación de que puedo saborear las cartas. La Sacerdotisa tiene un deje a clorofila y la Templanza sabe a mar.
—Eso te sucede porque tienes el don de la videncia. —Amaranta sonrió. —La Triple Diosa nos lo regaló a todas nosotras. Sin embargo, todos los dones acarrean envidias y maldiciones. Por eso, como a la Sacerdotisa de la baraja, nos quisieron arrebatar la habitación propia.
Tras aquello, empezó a hablar de lo que veían sus ojos sobre el futuro del pequeño Elías. Les dijo que sería un niño metódico, con la cabeza cuadrada, y de ojos azules. Les dijo, además, que tendría todos los dones que le había otorgado el Tarot al segundo arcano pero luciendo el tan deseado primer puesto, que solo podría serle otorgado por la masculinidad. Después les habló de que la Templanza lo bendijo con autocontrol y equilibrio. En él iba a residir la dualidad de pisar con uno de sus pies tierra firme mientras, con el otro, acariciaría el mar de la costa. Su Elías estaba capacitado para darlo todo; el frío y el calor. Sin embargo, habría un momento en la vida de Elías en el que su preciado equilibrio se difuminaría; por eso estaba ahí el Carro. Era un arcano que se posó al revés, para delatar un desequilibrio entre las fuerzas físicas y materiales.
—Elías está maldito —determinó la bruja—. Elías, como mucha gente con un don, nacerá maldito. Cuando llegue a su edad adulta, como estaba leyendo en el Carro, se congelará. Como sucede aquí, en la ciudad, que estamos todos muertos. Perderá su talento hasta convertirse en un bloque de hielo.
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Desde aquella visita, Amaranta no paraba de tener revelaciones respecto al bebé. A pesar de que jamás iba a ser madre, la magia le recordaba todas las madrugadas cada uno de los achaques que vivían las mujeres antes del parto. Pasados varios meses, tuvo una de las visiones que más la sorprendió en su larga vida. Todas las brujas sabían que el fruto de su poder trascendía más allá de la carne y residía a través de su feminidad. Por tanto, todas las brujas debían de ser mujeres para terminar interconectadas. Así pues, no la sorprendió el hecho de que, en uno de sus viajes astrales, viviera un nuevo parto. Podía presenciar su tripa redonda, tensa. Y experimentar los antojos a chocolate y la pesadez de pies. Sabía quién era, puesto que una parte de ella empezó a sentir que existía un hilo invisible que la unía irrevocablemente a Mira. Por ello, determinó que el universo engarzaba a las personas como si fueran las piezas de un intrincado rompecabezas que, una vez terminado, podía cobrar sentido.
Entonces, sintió cómo se removían sus entrañas, como si trataran de decirle algo. La boca le sabía a menta y su corazón se volvió hiel. Y lo supo. Tuvo toda la certeza del mundo de la maldición de Elías. Aquella visión, seguida por aquel aroma profundo a madera húmeda, le caló desde dentro. Así que derramó lágrimas con la evidencia de que tanto Mira como ella eran la misma persona; alguien que claudicaría en la desgracia. Malditas estaban ambas, y su descendencia debía de heredar la ponzoña.
Sin embargo, quisieron posponer lo inevitable. Por ello, abrazaron con todo el cariño del mundo aquel vientre inflado, con el único consuelo de que mientras lo aguardaran en su interior estaría alejado del dolor. No obstante, cuando llegaron las contracciones y el agua llovió entre sus piernas, erosionaron también sus ojos. Lloraba la vagina de la misma forma que lo hacía el resto de su cuerpo; con sus lágrimas, con su sudor, y con sus babas. El agua corrió hacia fuera en un llanto desgarrador, que buscaba sobreponerse al destino. Aceptaron, entonces, la epidural y empujaron con fuerza tratando de sentirse lo menos culpables posibles porque aquella vida, que acababa de eclosionar, perdiera el delicado vínculo en su ombligo.
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Aquella mañana, amaneció Amaranta con el desenlace del cuento en la cabeza pero, por desgracia, no iba a terminar con un «Vivieron felices y comieron perdices». Evocó a Mira como protagonista y a ella misma como su mejor amiga, tomándola de la mano. Las imaginó a ambas lidiando batallas contra dragones para romper todos y cada uno de los hechizos del reino. Sin embargo, aunque la ciudad en la que vivían estuviera congelada, su magia no iba a obrar suficiente fuerza como para romper con aquellos grilletes. De hecho, tampoco iban a apoyarla a ella, una bruja a la antigua usanza, a la hora de liderar la batalla. La gente quería a princesas jóvenes y guapas; sin celulitis, delgadas, y con toda la inocencia y promesas intactas. Mientras que ella, en cambio, era huérfana. Estaba malograda por una vida que la convirtió en fea. Y le gustaba ser fea, se lo repetía a menudo.
Acudió a la habitación de su madre para regodearse en su ausencia y se encontró con que sobre la colcha de la cama había un huevo de pato. Era redondo, blanco. Brillaba tanto que, durante unos instantes, creyó que estaba recubierto de plata. «¡Mamá!», gritó como la niña perdida que era. «Por favor, dime que eres tú quien está aquí dentro». Pero Romina no respondió porque, evidentemente, todavía no había eclosionado. Además, los patos no hablaban. «Ha nacido el bebé de Mira, y está maldito. Él es el destinado a liberar esta ciudad del hielo, pero no va a poder hacerlo. Y yo, con estas manos arrugadas, con estos labios finos, pálidos. Con estos ojos inútiles. Toda yo, no sirvo para prestarle ayuda». Hizo acopio de sus fuerzas para no ponerse a llorar, porque no quería quedar en evidencia delante de su madre.
Con la ilusión renovada, decidió acudir al hospital con Romina metida dentro de su bolso. En la recepción fue atendida por una chica joven, vestida de un blanco aséptico y con una cofia en su cabeza. Tenía los ojos del marrón de un roble, las pestañas tan largas que parecían infinitas, los labios rojos como manzanas. Le sonrió despacio, con miedo a asustarla por sus dientes afilados. Le preguntó por Mira, aunque sin saber su apellido no iba a llegar a ningún sitio. Sin embargo, Axel apareció tras ella, seguido por el olor a cigarro. «Buenas tardes, cuánto tiempo», saludó Amaranta. «Vengo a ver a Mira, sé que debe de estar ya ingresada en la planta de maternidad. ¿Qué tal está el bebé?». Axel, en respuesta, le regaló una sonrisa seca que incluso Amaranta, con sus dones de adivinación, no pudo descifrar. «Ven conmigo».
Llegaron a la habitación veintiocho, donde Mira descansaba con gesto agotado, pero satisfecho. Entonces, Amaranta se acercó a ella con el ansia de confiarle el secreto más preciado del mundo.
—Mi madre ha vuelto a verme, y es la prueba de que los milagros existen. Así que quizá pueda haber esperanza para el pequeño Elías. —Le mostró el huevo de pato, que brillaba como si fuera mágico bajo las luces del flexo del hospital.
—Eso es un huevo, no un milagro —le reconvino Mira, más desorientada que cualquier cosa.
—No es verdad, es mi madre Romina que desapareció dejando plumas de pato y, ahora, regresa como su victoria contra la muerte. Con razón me confesó que las brujas éramos inmortales.
Y aquello era cierto. No había mayor prueba de vida que la existencia misma de los huevos: dentro de su cáscara contenían una sustancia que parecía inocua, muerta, pero en cambio de su interior resurgía una nueva vida. Los huevos eran la evidencia más clara de ganar una batalla contra la muerte; del paso del frío del invierno al calor de los rayos del sol.
—Creo que no te sigo, y tampoco entiendo lo que propones, Amaranta.
La bruja malvada Amaranta usó la magia en sus ojos inútiles para sopesar el cuerpo cansado de Mira. Primero, contempló su cabello carente de brillo, después la palidez de su rostro y, en último lugar, valoró lo opacas que tenía sus pupilas. La sangre de aquel embarazo le había arrebatado gran parte de su esencia; era como si aquel bebé hubiera robado la mitad de la vida que le restaba a su madre. Y así iba a suceder por los siglos de los siglos, porque aquella era una de muchas de las penitencias que pagábamos las mujeres.
—Pienso que Romina, cuando nazca, va a apadrinar al pequeño Elías para enseñarle cómo combatir su maldición helada. Creo que, a veces, estar maldito o vivir en desgracia es la consecuencia de ser incomprendido por aquello que nos rodea. Y, en última instancia, pienso que tu bebé va a ser un alma que ha nacido para marcar un hito en la forma tan fea que tiene el mundo de ver a las brujas.
—¿Será él quien nos dé voz?
—El primer paso para cambiar las cosas es que quienes construyeron nuestra penitencia reconozcan que estamos presas.
Ambas se giraron hacia Axel, que guardaba silencio. De fondo, escucharon el llanto del pequeño Elías, en un reclamo de atención que rompió la complicidad que durante siglos habían construido todas y cada una de las mujeres.