Virgina




Aquella mujer cada vez que se miraba al espejo, se percataba de lo corrosivos que eran los años. Y rememoraba con nostalgia su otro yo; aquel que era joven y bello. Pensaba en esos tiempos en los que creía que era inmortal: que no existía nada que hiciera mella en su tez de nácar y cuerpo de sílfide; bello y aparentemente etéreo. Quisiera regresar a su época de locuras juveniles; a sus instantes de inocente gloria y desinhibición desenfadada. Y no podía.

Aunque lo detestara, el transcurso de los instantes era inexorable. Con cada tintineo del reloj su ente iba degradándose más: marchitándose cual pétalo de rosa en un ridículo florero. Y por ello, lo acaecido hacía unas escasas horas era inconcebible. Que aquel tipo tan joven, atractivo y dulce le hubiera dicho que la amaba se le antojó un chiste y, como consecuencia, trató de alejarse de él como lo haría un cachorrillo confundido y asustado. 

No obstante, la cosa no se quedo ahí. El chico insistió, hasta llegar a un punto en el que la mujer terminó dudando de sí misma y pensando que, tal vez, el paso del tiempo había sido un tanto benevolente con ella. Y así fue como estuvieron juntos aquella noche, y la siguiente, y la siguiente. Su autoestima fue en aumento y en consonancia con el número de complementos, maquillaje, y productos para la belleza femenina que poblaron su armarito del cuarto de baño. El chico, por su parte, dejó su cepillo de dientes junto al de la mujer, tras sonreír al pensar que estaba más cerca de conocer el número de su cuenta bancaria.





Rojo




Vengo de un sendero de cuentos;
desde un universo de sueños,
ilusiones y miedos.

Vengo de un sendero de maravillas;
desde un universo de pesadillas,
canciones y bambalinas.

Quiero arrancarte un beso;
acercarme a ti y entegarte mi amor.
Conducirte con mi pálida mano
a un paraíso en el que no exista el dolor.

Soy tu fantasía; soy tu realidad.
Soy  aquella que por los cielos
te hará volar.

Y si, acaso, pasajero
de mis palabras empiezas a dudar,
con esta rosa roja que sostengo
tus latidos me dispondré a silenciar.




Poemita de caca, lo sé. Me veía en la obligación de subir algo, dada la inactividad que últimamente está teniendo el blog. Prometo que ahora que estoy de vacaciones intentaré publicar más cosas. 

Un beso, personajillos.

Lo que me habría gustado escribir




Y, entonces, la vi. La contemplé como si su presencia en la esquina de aquel callejón fuera el hecho más maravilloso del mundo. Vislumbré extasiada a aquella diminuta mendiga, que reposaba sentada con su humilde cesta de pedigüeña. Su semblante cansado y malogrado por el paso de los años me enterneció, del mismo modo que lo hicieron sus ojos; de un verde madreselva digno de pigmentar la mismísima selva del amazonas. 

La ropa que portaba parecía ser el vestigio mismo de las desgracias de su existencia, las cuales no iban en consonancia con el deje de su mirada. Aquellas ventanas a su alma destilaban un sentimiento de alienación apabullante; me daba la sensación de que no eran de aquí. Podría considerarlas etéreas; livianas y claras.

Repentinamente, sentí una sacudida y, poco después, los pude apreciar. Pude apreciar una cantidad de sentimientos inigualable; cada cual más profundo, sincero y desconcertante. Emociones que, posiblemente, hasta aquel momento no hube experimentado en mi vida. Sensaciones que me planteé si para un humano eran posibles de percibir. Más tarde, en mi confusión, vi un hermoso castillo situado en el límite de nuestro horizonte y constituido por vapor, arena y sal. Extendí mi mano tratando de alcanzarlo pero cuanto más esfuerzo hacía para acercarme a él, más se alejaba.

En sus alrededores pude intuir el atisbo de una mujer de ojos verde madreselva y de aspecto humilde, la cual clavó su mirada en mí y sonrió. Aquel tirón de labios fue de esos que calan hondo; de esos que hacen las alegrías más dichosas y las tristezas menos pesadas. Quise acercarme a ella y preguntarle por qué me daba la sensación de haberla visto antes. Volví a intentar aproximarme y el castillo, nuevamente, se alejó de mi alcance.

Una inesperada nube de alquitrán empezó a devorar a aquel reino. La chica desconocida parecía no darse cuenta y los peatones, de cuya presencia me acababa de percatar, tampoco. Grité tratando de advertirles de su peligro; corrí con todas mis fuerzas intentando vanamente socorrerles. Pero ninguno de mis intentos surtió efecto. 

Cuando aquel misterioso lugar quedó consumido, la mujer se elevó hacia las alturas propulsada por sus dos enormes y coloridas alas brillantes. Se deslizó por los cielos cual grácil mariposa; bailando con las aves y las hojas secas del otoño. Hasta que, desafortunadamente, el resplandor de sus bellas alas se desvaneció y estas se secaron, quedándose inútiles. Y cayó al suelo. Y se hizo daño.

Sus ropas, en el mundo mortal en el que fue a parar, se hicieron monótonas y feas. Y su hermoso rostro, demasiado delicado para la realidad mundana, se marchitó por el paso de los años. Finalmente, quedó una mendiga apelando a la compasión con su cesta de mimbre, cuyos ojos aguardaban el secreto de su verdadera historia.





 
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