Aquella mujer cada vez que se miraba al espejo, se percataba de lo corrosivos que eran los años. Y rememoraba con nostalgia su otro yo; aquel que era joven y bello. Pensaba en esos tiempos en los que creía que era inmortal: que no existía nada que hiciera mella en su tez de nácar y cuerpo de sílfide; bello y aparentemente etéreo. Quisiera regresar a su época de locuras juveniles; a sus instantes de inocente gloria y desinhibición desenfadada. Y no podía.
Aunque lo detestara, el transcurso de los instantes era inexorable. Con cada tintineo del reloj su ente iba degradándose más: marchitándose cual pétalo de rosa en un ridículo florero. Y por ello, lo acaecido hacía unas escasas horas era inconcebible. Que aquel tipo tan joven, atractivo y dulce le hubiera dicho que la amaba se le antojó un chiste y, como consecuencia, trató de alejarse de él como lo haría un cachorrillo confundido y asustado.
No obstante, la cosa no se quedo ahí. El chico insistió, hasta llegar a un punto en el que la mujer terminó dudando de sí misma y pensando que, tal vez, el paso del tiempo había sido un tanto benevolente con ella. Y así fue como estuvieron juntos aquella noche, y la siguiente, y la siguiente. Su autoestima fue en aumento y en consonancia con el número de complementos, maquillaje, y productos para la belleza femenina que poblaron su armarito del cuarto de baño. El chico, por su parte, dejó su cepillo de dientes junto al de la mujer, tras sonreír al pensar que estaba más cerca de conocer el número de su cuenta bancaria.