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Nota: fragmento de un relato de acoso escolar escrito hace dos años. Sé que es muy melodrámatico y que no está narrado de una manera excelente, pero es que no me apetecía actualizar así que he hecho copia y pega

—Dicen que su madre le mató— espetó una chica de cabello castaño de cuyo nombre no me acuerdo.

Afiné mi oído, estando plenamente segura de saber de quién murmuraban.

—Es muy rara… nunca está con nadie— continuó otra.

Hablaban de mí.

Puede que a la mayoría de gente les resulte raro siempre pensar lo peor, pero en mi caso, desgraciadamente, era lo correcto, yo, a menudo solía ser el punto de todas las criticas estudiantiles.

Clara la “Bicho raro”.

Todos mencionaban la muerte de mi padre como si mamá y yo fuéramos las responsables, a sabiendas de que aquello era imposible.

Estaba segura de que hacían ese tipo de cosas, únicamente para hacernos daño, porque eso era lo poco que podían sacar de nosotras, dolor.

El peso de mi garganta volvió al ataque, desgarrándome las entrañas, quemándome por dentro.

Resultaba bastante difícil tratar de aplacarlo mientras escuchaba cómo despotricaban sobre mi persona delante de la nueva estudiante.

La chica nueva me lanzó una mirada aborrecida, de consternación; evité sus ojos, visiblemente avergonzada de ser quién soy, y de no poder hacer nada para cambiarlo.

Suspiré cansinamente.

Entramos en el aula.

—¡¡¡Ella le mató!!!— afirmó uno señalándome descaradamente; un coro de risotadas le secundaron, crueles, avasalladoras.

Me sentía indefensa bajo esas miradas clínicas de muecas soeces, y destellos de superioridad.

Hacía tiempo que el peso de mi garganta no influía tanto sobre mí, normalmente no me preocupaba que me ridiculizaran públicamente, pero en aquel momento, bajo la intimidante y curiosa mirada de la alumna nueva, no pude evitar sentirme más débil y torpe de lo normal.

Huí cobardemente del aula, y me refugié en el lavabo.

Me dolía que me criticaran de semejante manera ¿Acaso me conocían?, ¿alguien se había molestado alguna vez en dirigirme la palabra?

No, pero, ¿qué más da?

Era diferente, ¿verdad?

Esa era la única razón por la que me insultaban, porque gracias a dios, no era como ellos.

Me trastabillé contra la puerta del lavabo, ansiosa por poder entrar

“Clara, la asesina” aquel pensamiento resonó en mi cabeza, grabándose despiadadamente en mi memoria.

Una fuerte sacudida me revolvió, tirando firmemente del peso de mi garganta, desgarrándome, nuevamente, sin piedad, las entrañas.

Temblé, mi cuerpo se convulsionó. Asustada por mi reacción me apoltroné contra la puerta de entrada, luchando por aplacar la crisis histérica de la que pronto sería portadora.

Inhala.

Exhala.

Inhala.

Exhala.

Pero el dolor era demasiado intenso, no lo podía soportar…

Perdí la batalla estrepitosamente.

Finalmente, la oscuridad me ahogó; como a un náufrago agonizando, impune, en el mar.

Tenía calor, mucho calor; el soponcio me afectaba más de lo que yo deseaba, y estaba demasiado débil, tanto mental, como psicológicamente, para poder luchar contra él.

Furiosa, como me encontraba, me incorporé dificultosamente.

Una vez estuve de pie, histérica, pegué una patada contra la puerta de uno de los WC's, las bisagras cedieron, y la misma, cayó al suelo.

Mi pie me dolía, ardía, recibiendo un lote de aguijonazos desde el dedo gordo, hasta el pequeño; por un segundo estuve segura de habérmelo roto.

Nuevamente, me convulsioné, dejando a un lado el dolor físico, transformándolo en una nimiedad…

Caí al suelo, acurrucándome en una esquina.

Inútilmente, me mecí hacia delante y hacia atrás, en un vano intento de recobrar la compostura.

“Clara, la asesina” repitió de nuevo esa vocecilla interna con un deje indiferente y a la vez intimidante.

Un agonizante grito, emanó de mis cuerdas vocales, raspándome la garganta; como si un rastrillo de metal cepillara en ella.

Lo peor, había pasado; aunque ni mucho menos, podría recuperar el control de mi persona… aún.

Volví a mecerme, tarareando la nana que mamá y papá me cantaban de pequeña, plenamente consciente, de que visto desde otros ojos, parecería una persona psicótica y desquiciada.

Pero eso no me importaba… Tal vez lo era.

Mi visión se hizo borrosa, a consecuencia de las lágrimas que se acumulaban en las cuencas de mis ojos.

Noté una leve sacudida, de la que yo, no fui responsable.

—Clara, ¿estás bien?

No contesté, nunca lo hacía.

Ese alguien me sacudió, otra vez.

—Clara— su tono era verdaderamente alarmado.

Quise sonreír ante la ironía de pensar que alguien era capaz de preocuparse por mí, pero no pude, mis labios pesaban demasiado.

Alcé la vista para ver el rostro de la persona capaz de querer malgastar el tiempo conmigo.

Me pasé la mano por los ojos, enjugándome las lágrimas, aunque estas, eran sustituidas por otras.

Cuando pude mantenerlas a raya, la observé: era una chica, si mal no recuerdo, era a ella a quién le contaban la historia de mi familia ¿Qué hacía aquí? ¿Buscaba burlarse como los demás de mí? Dejé a un lado las preguntas, no queriendo conocer sus pertinentes respuestas.

Su cabello era rubio natural, precioso, e increíblemente sedoso comparado con el mío, castaño rojizo. Tenía unos ojos asombrosos, de un intenso tono gris perla, muy intensos, enmarcados por unas espesas pestañas negras; no pude evitar sentirme intimidada ante su aspecto, mis ojos eran pequeños, rasgados, y marrones, con unas pestañas cortas, y escasas. Mi boca formaba un llamativo desequilibrio, pues era muy carnosa, formando un extraño contraste con mis globos oculares.

Me abrazó.

No pude evitar sentirme sorprendida e increíblemente tensa, habitualmente la gente repudia mi contacto físico, porque según ellos, les doy asco y podría contagiarles alguna enfermedad.

Sorprendida y vacilante, le devolví el mismo, rezando porque no me rechazara.

Hacía mucho tiempo que no tenía contacto físico con alguien, y justo en ese instante, fue cuando me di cuenta, de que me moría por un abrazo.

Mi respiración, poco a poco, se fue normalizando.

— ¿Estás mejor?— inquirió mi compañera.

Asentí no muy segura de mi respuesta.

Me incorporé, no la quería molestar, seguro que necesita su tiempo para comentar con mis compañeros mi nueva locura; podía ver las muecas crueles de los de mi clase, riéndose de lo patética que soy acurrucada en un rincón del lavabo.

— ¡Espera!— me agarró del brazo.

¿Qué le pasaba?

Ah, sí; aún no me había podido insultar.

Esperé pacientemente a que despotricara.

—No deberías volver a clase… Todos los de allí son un poco… crueles— bingo. ¿Se pensaba que no lo sabía? Además, no tenía pensado regresar al aula, al menos no hoy.

Asentí, me solté de su agarré y continué con mi camino.

Me volvió a coger.

Le miré a la defensiva.

Parecía que iba a decir algo, pero se calló.

Salí del lavabo.

—No quiero ir a clase— murmuró por fin.

Pues bien por ella.

Seguí con mi camino.

— ¡Detente!— afirmó.

Molesta, le miré.

—No quiero ir a clase… por eso… me preguntaba… ¿Puedo ir contigo?— soltó.

Durante un segundo me quedé en estado de shock.

Esto era parte de una broma pesada seguro.

Negué.

—Por favor…— suplicó.


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