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Entre la penumbra distinguí a aquellos jóvenes. Eran tres. Una de ellos, la chica con cabellos de sangre, murmuraba en voz baja un cántico en un idioma extraño que debía estar en desuso. Los otros dos tenían sus ojos cerrados y el rostro contraído en lo que identifiqué como mueca de concentración. Los tres estaban sentados alrededor de un círculo dibujado que tenía en su interior una estrella de cinco puntas. En cada extremo de la misma reposaban unos cuencos; cada uno repleto de sustancias indescriptibles y desconocidas para mí.

Aquellos chicos tenían a su espalda, un bosque de cruces, árboles marchitos y lápidas erosionadas por el paso de los años. La luna, increíblemente blanca, lucía amedrentadora sobre aquel cielo oscuro, solitario y opaco.

La chica de cabellos sangrientos chilló; no supe identificar si de pánico o dolor; tal vez fue una combinación de ambos. Sus compañeros, en cambio no se inmutaron; se mantuvieron estáticos; en trance. Y entonces fue cuando ocurrió. Cuando del interior de aquel círculo perfecto delineado a tiza al que parecían alabar, salieron los seres más repugnantes y terroríficos que jamás creí ver. Los monstruos de las películas de terror que acostumbraba observar eran inofensivos y adorables en su comparación.

Mi boca evocó un chillido agudo, teñido crudamente por mi desnudo pánico. Aquellos jóvenes no tenían nada que hacer; iban a morir.


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