Me deslicé por la calle
tranquilamente; estaba rodeada de peatones y gente cualquiera que se dirigía
hacia un destino irrelevante. Al finalizar la calzada fue cuando vislumbré algo
que, extrañamente, llamó mi atención: era una indigente. Cuando me refería a
indigente, estaba hablando de una mujer de esas del montón; que se sientan en
la esquina de la calle y, con su cestita de mimbre, piden limosna apelando
nuestra compasión.
Llevaba puesta ropa vieja; de esa
que está ya pasada de moda o tan gastada que, en muchas ocasiones, resulta
hasta complicado determinar qué tipo de prenda es. Pensándolo con objetividad,
tampoco era que empleara mucho tiempo en fijarme en lo que llevaba puesto; en
realidad dediqué menos de un segundo de mi atención en eso. Era compresible,
supongo, que no le brindara mucho interés: una indigente llevando harapos
gastados era lo más normal del mundo. Destacaría más si portara algo nuevo o
engalanado, pero eso, obviamente, no ocurrió.
Cavilé que era extraño que,
entonces, aquella mendiga me llamara tanto la atención. Aunque claro, podría
afirmar con toda la seriedad del mundo que en sus ojos había magia. Su mirada
no era la de una mendiga cualquiera; tras su iris se notaba que había algo
escondido, y ese algo, me hacía sospechar que era el desencadenante de toda su
decadencia. Su vida, sí, era eso: su vida estaba tatuada en la profundidad
angosta de su pupila; la cual parecía dilatarse cada vez que caía una moneda en
su diminuta y gastada cesta de pedigüeña.
Me aproximé a ella, estando yo repleta
de curiosidad, y deposité una moneda de diez céntimos en su cestita. La mujer
me sonrió dulcemente, dejando entrever sus amarillentos dientes, lo cuales, a
pesar de todo, parecían estar demasiado cuidados para el tipo de vida que
aparentaba llevar. La dentadura tenía una forma perfecta y, aunque el color
fuera amarillento, daba más la sensación de que ese tono fuera resultado de
años de consumición de tabaco que de portar millones de caries o sucedáneos.
Por otro lado, no pude apartar la
vista de su muñeca; en ella había una cicatriz de lo que sería en su tiempo una
herida muy profunda y, posiblemente, mal sanada. Daba la sensación de había
sido hecha con algo bastante afilado; ¿tal vez intentó lesionarse? Arqueé mis
cejas, con amplia intriga, desechando esa idea: aquella mendiga no parecía ser
el tipo de persona que tuviera como afición autolesionarse. Más bien diría yo
que eso se lo hizo alguien; que se metió en una pelea y salió mal parada.
Aunque, de todos modos, yo tampoco la confería como un prototipo de mujer
camorrista.
Según mi manera de verlo, esta
mendiga habría llevado una buena vida hasta que ocurrió algo que la destrozó. Y
además, me atrevía a aseverar que posiblemente, lo que minó su felicidad transcurrió
en su adolescencia. ¿Por qué? Todos los cambios de nuestra existencia, o al
menos los más importantes, suelen acaecer en la adolescencia. Supongo que eso
pasa porque es la época en la que maduramos y empezamos a tener conciencia de
lo que ocurre a nuestro alrededor. Viéndolo desde ese punto, tal vez, incluso
su vida se empezó a torcer antes de que le viniera la primera regla, pero ella,
por su inmadurez mental, no se habría dado cuenta.
El caso es que podía imaginarla con
catorce años yendo a clase; con su largo cabello recogido en una cola de
caballo alta, para que no le molestaran los pelos en la cara, y con su mochila
de pana en la espalda, repleta de libros de diversas asignaturas; algunas para
ellas insípidas y, otras, repletas de información dinámica e interesante.
Sería una muchacha tímida e
introvertida y, como consecuencia de ello, no tendría muchos amigos. La
visualizaba como una joven cualquiera, de esas que no destacan entre la
multitud; como una adolescente del montón. Aunque, en realidad, la cosa no
debería ser así; de hecho, si la gente se molestara en vislumbrar sus ojos,
nadie la catalogaría como a una joven mediocre. En esos ojos suyos había una
magia que era capaz de movilizar cielo y tierra. Estaba segura de que serían
capaces de, con una simple mirada, hacer sentir a alguien la persona más
afortunada del mundo o la más desdichada.
Cabía añadir que, por otro lado,
dudaba de que en aquel tiempo la gente se dedicara a mirar las pupilas de sus
semejantes. Posiblemente, en la época de la adolescencia de la mendiga, no
estuviera de moda intercambiar miradas. Sería uno de esos tiempos en los que
todos miran al suelo, o al techo, o al mueble que está escondido detrás de la
persona con la que hablan… Pero, ¿a los ojos? Nunca.
Para mí, eso de no mirar a los ojos
debería de ser un pecado, puesto, si no los contemplamos, somos incapaces de
conocer verdaderamente a la persona con la que nos relacionamos. Son la clave
para descubrir secretos, virtudes y sueños.
Me gustaría creer que la mendiga sí
tendría a una compañera descubridora de su pupila; una joven especial, dulce y
guapa con la cual compartir inquietudes, esperanzas y deseos. Sería una chica
de familia extranjera cuyo nombre fuera enigmático y refinado: Judith.
Judith tendría el cabello muy
largo, hasta más de media espalda, y un color de ojos capaz de competir con el
azul más profundo del océano pacífico. Su tez sería blanca como la nieve y
suave como la textura de un melocotón. Aunque sin duda, lo mejor de Judith
sería su olor: tendría ese aroma tan característico de la fresa; dulce, fresco
y cítrico. A la mendiga, por ello, le encantaría darle abrazos y,
disimuladamente, hundir la nariz su cuello e inspirar. E inspirar. E inspirar.
Hasta quedarse sin aire y sin palabras, y, entonces, retroceder atontada y
lanzarle una sonrisa entre avergonzada y nostálgica.
Historia que me están mandando escribir en clase. He estado un tanto limitada, dado que me han dado hasta el tema en el que la debo de escribir; el de una persona que pasa por la calle y se encuentra a una indigente y reflexiona sobre la vida que llevó.
No es que me convenza demasiado cómo me ha quedado, pero bueh... Tampoco me puedo quejar; me podría haber salido peor, ya que es la primeza vez que escribo algo parecido a esto.
En cuanto pueda, subo la siguiente parte de la historia.
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