Trébol I



          Y miraba al horizonte sintiéndome pequeña, insignificante, sola. Frente a mí se extendía una vasta ciudad destruida. Los edificios, de metal, estaban oxidados. Las aceras, de hormigón, desquebrajadas. Las estaciones de autobús, los vehículos, las bocas del metro..., eran un incierto amasijo de escombros. La única luz que podía localizar entre todo aquello fue el enraizado de árboles y hierbajos, que trataba de resurgir entre las construcciones como si la naturaleza se antepusiera a la urbe. El cielo era una atmósfera gris y cancerígena, repleta de una neblina anaranjada que me quemaba la garganta cuando trataba de inhalar. 

          ¿Qué hacer cuando no quedan esperanzas? ¿Qué hacer cuando la salvación se ha escapado por la puerta de atrás? Resignarse, y nada. Quedarse a mirar el fin de los días; paladear la agonía como quien saborea un manjar. No. Aquella mórbida imagen hería mis retinas; no quería ver el fin. Me gustaría irme antes, desaparecer antes. Pensé en la soga, en matarme: en adelantar las cosas. No. Carecía del valor suficiente. No.

          Mientras la radiación consumía mis células, me pregunté cuántas personas continuaban con vida. Con determinación, me incorporé y empecé a andar en busca de supervivientes; si aquellos iban a ser mis últimos días no tenía la intención de pasarlos sola. Recorrí las callejuelas rastreando compañía, pero lo único que encontré digno de mi interés fue un trébol de cuatro hojas.








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