De lo tangible a lo etéreo


         Cuentan que, hace mucho tiempo, existió una bella dama enamorada de un muchacho etéreo. Aquel chico era un príncipe de un reino lejano, situado en algún lugar absuelto de cualquier tipo de localización geográfica. Su amor duró varios milenios, puesto que ambos habían hecho un pacto con el Tiempo. Mientras su pasión se mantuviera viva, el reloj del envejecimiento no tocaría las doce.

         La bella dama y el príncipe se reunían todos los días, tras la salida del sol, en una colina repleta de pasto fresco perteneciente a la localidad de Nox. Allí, nunca, jamás, había paseado ráfaga de viento alguna. Fue el chico etéreo el que escogió aquel sitio, ya que ocultaba un secreto que él esperaba no tener que desvelar jamás.

         Al alba de un veintitrés de julio, las Gotas de Lluvia, amigas de la Diosa de la Tormenta, se pusieron muy enfermas; se tornaron gélidas y blanquecinas cual bocanada de hiel. La Diosa, entonces, se vio obligada a vomitar por todo el planeta duro y estremecedor granizo con la esperanza de poder purgar el malestar de sus compañeras. El reino de Nox no fue excepción: aquel día se convirtió en el primero en el que corrió algún fenómeno atmosférico sobre su superficie. La colina en la que la dama y el príncipe se reunían se inundó de hielo y centellas, y tras aquello, el temido secreto del chico etéreo se desveló. Aquel joven estaba constituido por vapor y, como consecuencia del viento, se elevó hacia las alturas. Su cuerpo se deslizó por los aires ágilmente; bailando grácil sobre la cabeza de la dama que trataba de aferrarse a él, de mantenerlo cerca, aterrada ante la idea de poder perderle.

         El chico se fue. Su ausencia quedó marcada por la pesadumbre de la joven, que se despreciaba a sí misma por ser tan mediocre; por no formar parte de las nubes; por ser tan real y auténtica como para no lograr que sus pies se alzaran de tierra. Así pues, el Tiempo al ver que los corazones de la pareja estaban resquebrajados, dejó de lado la inmunidad de éstos al envejecimiento. Y empezaron a pasar los años. Y empezaron a sentir el achaque de los días y las horas en sus propias carnes.

         Llegada ya la vejez de la dama, ella se torturaba aún con la imagen del cabello del chico, arrebolado por el vuelo, y con la visión de sus ojos brillantes y ambarinos, fijos en ella y a la vez ausentes. Llegada ya la vejez del etéreo, él se torturaba, aún sobre las alturas, con el recuerdo de la suavidad de las hebras doradas del cabello de su amada, y lo hermosa y lo tangible que se sentía cada vez que la tocaba.

         Lo maravilloso fue cuando, al alba de un veintitrés de julio, las Gotas de Lluvia, amigas de la Diosa de la Tormenta se volvieron a poner muy enfermas; esta vez se llenaron de electricidad y truenos. La dama estaba tumbada en su cama, esperando a la Muerte que anunció su cercana llegada. Casualmente, el chico etéreo fue llevado por la fuerza de la ventisca cerca del hogar de su antigua amada y, viéndola expirar, quiso abrazarla. Quiso ser lo suficientemente real para que su roce se tornara cálido; para que ella le sintiera completamente, plenamente. La antigua dama, por otro lado, estaba tan cansada de ser tangible; su cuerpo pesaba tanto...

         Entonces, sucedió: el cuerpo del chico empezó a ganar consistencia y el de la chica a tornarse liviano. Ambos, anhelaron tanto ser lo que era el otro que en su lucha obtuvieron la victoria. El príncipe corrió a por la ahora joven intangible, antes de que el viento se hiciera con ella. Cerró la ventana y le dio un reconciliador abrazo. El Tiempo, al ver a ambos juntos de nuevo, volvió a convertirlos en eternos y la Muerte, frustrada, decidió que se iría al bar de la esquina a tomarse una taza de té de aguja dorada.




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