Pacto


            Moribunda en aquel callejón arrastré mi cuerpo hacia la esquina más alejada del halo amarillento de la farola. Me dejé caer sobre el grasiento y maloliente asfalto y tomé una forzosa bocanada de aire. Cada respiración me acercaba más hacia el final de mi existencia e, inexplicablemente, lejos de sentirme temerosa solo estaba cansada. Mis ojos pesaban y mi pulso vibraba en un ritmo caótico, desenfrenado; podía sentirlo en la garganta. Desaceleré la respiración hasta convertirla en un jadeo apenas perceptible. Tosí una, dos, tres veces. Tosí otra vez y jadeé casi al mismo tiempo. Conmocionada, terminé cerrando los ojos.

            Me ardía ahí, entre las piernas, donde un reguero inmenso de sangre corría como si fuera un océano implacable. Se iba, aquel líquido se iba, y yo junto a él. ¿Quería morir? Sí y no. Nada, no había nada, salvo los estallidos de mi histérico corazón y el cansancio. ¿Quería morir? Sí y no. Quería que aquella situación terminara y olvidar aquellas manos negras sobre mí, envolviéndome; haciéndome daño. Y el desgarro, los golpes, sus frenéticos embistes. ¿Qué más daba que quisiera o no morir? Iba a hacerlo de todos modos; tenía los segundos contados. Dejaría un cadáver patético en el asfalto; sudado, sangrante, maltrecho.

            Sentí una gélida respiración sobre mi nuca. Me tensé, o traté de hacerlo con las escasas fuerzas que me quedaban. Abrí la boca con la intención de escupir algo que debía de ser un insulto, aunque una parte de mí me señalaba que lo más inteligente sería una súplica. Rogar por mí, por mi vida. No, no iba a hacerlo. Mi orgullo era tan palpable como un muro de hormigón.

            —Te mueres —musitó el desconocido de aliento frío. Quise darle una respuesta mordaz y exteriorizar mi enfado por haberme hecho aquello pero, cuando alcé la vista, atiné a percibir que aquel tipo no era el mismo abusador con el que me crucé instantes antes. En respuesta humedecí mis agrietados labios. Mi saliva en aquellos instantes era inexistente, densa.

            El desconocido se arrodilló y aproximó su rostro hacia mi garganta. Lo sentí inhalar en una bocanada de aire frío que terminó poniéndome los pelos de punta. Acto seguido movió su mano derecha hacia el reguero de entre mis piernas y humedeció su dedo corazón. Se llevó el dedo a la boca y lo paladeó.

            —¿Te gustaría vengarte? Tener más tiempo y humillarle.

            Quise hablar, pero no me quedaban demasiadas fuerzas. Me sacudí tratando pobremente de asentir. Claro que quería vengarme, cualquiera en una situación así desearía aquello. Muerte, deseaba su muerte tanto como ella ahora mismo me velaba. El desconocido aproximó su boca a la mía y le propinó un lento lametazo. Aquello era algo enfermo y tan extraño. Actuaba como un niño con una chuchería y, de haber estado en condiciones para huir, habría intentado escapar de aquel tipo. Se regodeaba en mi situación; como si fuera un dulce que acabara de descubrir.

            —Te sientes tierna —me susurró al oído con su aliento de nieve.

            Nuestras miradas se cruzaron. Amarillos; sus ojos eran amarillos como los de un gato, y supe inmediatamente que nada de lo ocurrido en aquellos instantes era normal. Que con la aparición del tipo acababa de cambiar el rumbo de mi destino y que, quizá, la consecuencia de aquello iba a ser algo demasiado lejano para mi entendimiento. El desconocido me besó y sentí cómo algo de mi calor se desprendía a través de mis huesos. Frío, tenía mucho frío.

            —Tomaré esto como un trato. No te preocupes, hermosa, los dos saldremos beneficiados.







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