Plié [Parte III]







          Helena se despertó y se frotó los ojos. Sintió cómo los brazos de Hugo envolvían su tronco y el pausado sonido de su respiración en la oreja. Aquella era una sensación apacible, y si no salía de la cama volvería a caer presa del sueño. Intentando ser lo más suave posible para no despertarlo, se liberó de su agarre. Salió de la cama y se colocó las gastadas zapatillas de ir por casa. Cuando su mano se posicionó sobre el pomo de la puerta escuchó un gruñido.

         —¿Helena…? Qué sueño tengo… —atinó a articular el chico, con la voz melosa.

      —Puedes seguir durmiendo, si quieres —musitó con suavidad, sintiéndose un poco culpable. Hugo se levantó de la cama como respuesta. Con lentitud se dirigió hacia una somnolienta Helena y la rodeó entre sus brazos con ternura.

         —No importa —repuso—. Te ayudo a preparar el desayuno.

       Helena asintió, antes de dirigirse hacia la cocina. Estaba un tanto absorta, como si no hubiera terminado de recobrar la consciencia; como si aún continuara dormida. Apreciaba, extrañamente, los colores de una forma bastante vívida; como si hubiera aumentado el contraste entre ellos y fueran más brillantes y llamativos. Pensó, entonces, en que lo más probable era que aún continuara soñando y que nada, absolutamente nada de lo ocurrido, fuera real.

       Se vio a sí misma yendo al cine acompañada de Hugo; sentándose en la zona central de la sala para poder tener una mejor visión de la pantalla. Rememoró su mano hundiéndose en el recipiente de cartón de las palomitas, el sabor de la bebida tras la pajita que compartieron, el modo en el que se sintió, tensa y candente, como si una parte de sí misma le gritara que estaban haciendo algo deliciosamente indebido.

       Ansias, también recordaba las ansias. Ansias de calor. De mirar sin miedo los pozos grisáceos del chico en busca del marrón; o de mirar el marrón en busca del gris. Y sentirse reconfortada, en paz. Quería, sólo quería, dejar de estar a la defensiva y ser una Helena sin restricciones ni miedos.

      Fue entonces cuando la fantasía se esfumó y el tono apagado y aburrido de la realidad llamó a sus pupilas. Volvió a ser la Helena de todos los días; de los amaneceres tediosos y las noches lentas. Y pensó en que quizá la Helena de anoche no era ella misma, sino otra persona que había tomado el control de su vida durante unas horas.

     —¿Has dormido bien? —preguntó a Hugo tratando de buscar un modo de iniciar conversación.

   —La verdad es que sí, ya sabes que tienes un colchón muy cómodo. ¿Y tú? Esta noche te has movido mucho; me has despertado varias veces.

   —Bueno, la verdad es que he tenido un sueño un poco raro… —se sinceró con precaución. No estaba del todo segura de si hacía bien desvelando más información. Cielo santo, ni siquiera estaba del todo segura de si lo que había soñado ocurrió siendo ella la piloto de su cuerpo.

    —¿Tuviste una pesadilla? —la increpó, curioso.

    —No sabría si llamarla del todo así… —tanteó, todavía indecisa.

    —No tienes por qué contármelo si no te apetece.

     Helena tembló ante la expectativa de hablar, y después articuló a trompicones:

     —¿Qué pasaría si soñaras algo que piensas que es real pero seguramente no lo es?, ¿y si te sientes tan perdido que no sabes ni dónde estás? Ni cómo actuar, ni nada de eso. Luego el sueño te parece más real que la vida misma, y luego te despiertas y sientes que actúas como un autómata. Y a veces ves cosas que no son reales pero crees que lo son. —Hizo una pausa —Al final me volveré loca, Hugo. Yo solo… No sé.

      Se produjo un silencio un tanto incómodo.

      —No entiendo lo que quieres decirme, Helena.

     —Déjalo, haz como si no te hubiera dicho nada —musitó sintiéndose ridícula. Fue hacia la cocina y puso una cafetera. Sacó la leche y llenó un vaso con ella.

     —Helena, sólo puedo decirte que conforme me has hablado me da la sensación de que has perdido el rumbo de tu vida, y con él la consciencia de tus acciones. ¿Qué tal si empiezas a hacer lo que te apetezca sin calentarte tanto la cabeza? Probablemente eso te ayude. Quizá es tu subconsciente, que te pide que disfrutes más de las cosas.

     No pudo evitar sentir que le decía aquello porque simplemente era lo que pensaba de ella; la idea que había establecido desde que la conoció. Aun así no encontraba ningún argumento con el que contradecirlo. Miró hacia el suelo con una pizca de rabia e impotencia. Hugo se acercó y la abrazó, tratando de reconfortarla.

    —Y el primer paso para hacer lo que te apetece es aceptar que eres una dibujante genial y que puedes intentar presentar tus trabajos para ganar dinero. Me ha encantado el dibujo que estabas haciendo de Salomé; expresa muchísimo cómo es ella. Siempre que veo tus obras me las imagino como si estuviera frente a un cuento; como si fuera el espectador de una historia incompleta.

     —Salomé es un cuento, por eso la ves como un cuento —repuso sintiendo su familiar angustia—. Ella es la Bella Durmiente y no despierta. Yo solo quiero que despierte, Hugo, y no lo hace. Mi mano derecha también está dormida, es lenta, y no despierta tampoco. Quizá es eso, que estoy en un cuento que protagoniza Salomé y por eso todo en mi vida está tan estático; porque ella misma no se mueve.

      —¿De dónde sacas esas ideas, Helena? A veces no entiendo lo que quieres decirme…

     Y, como si fuera inevitable, una lágrima salió de su ojo derecho, seguida de otra, y de otra. El llano de la joven era una llamada de auxilio silenciosa e irrefrenable. Estaba triste y no sabía cambiarlo; se sentía impotente y no sabía cambiarlo.

   De nuevo, y de forma inesperada, todo recobró color; regresaron los tonos vívidos de altos contrastes. Y volvió a creer que había perdido la potestad sobre su cuerpo. Sus labios rozaron con lentitud los de Hugo para, instantes después, alejarse de él lentamente.

     —Últimamente tengo imágenes de una bailarina. Desde la primera vez que la soñé veo las cosas de un modo distinto. Y me siento rara, y no entiendo lo que quiere decirme. Sólo sé que está sobre un escenario de teatro y que baila, y que parece que le piden que represente un papel que no termina de comprender. Y ella llora, y lloro yo. Me siento como ella, enjaulada. Quizá solo sea mi subconsciente…


     Estaba yo sobre el escenario; mis pies pisaban la tarima. Asombrada, anduve por toda su extensión como si intentara comprobar que aquello había ocurrido. Pude percatarme, al encontrarme tan cerca, de cuan vieja estaba la madera. En algunas zonas la capa de barniz se había desprendido y podía verse un tono gastado que oscilaba entre el negro y el gris.

     Al fondo, en una esquina, localicé a la bailarina sentada. Su cuerpo estaba encorvado, sus hombros caídos y la mirada gacha; inclinada hacia el suelo. Su larga cabellera dorada le cubría el rostro y se balanceaba hacia adelante y atrás peinando la tarima. Durante unos instantes pude imaginar a aquellos mechones como dunas de un desierto de constantes tormentas de arena. Me acerqué a ella, perdida en mi fantasía, con ganas de tocar sus hebras y descubrir cómo sería su textura: si en algo se parecía a los rugosos granos de tierra que creí ver.

     La bailarina lloró, siendo fiel a la imagen que tenía de ella. Y apareció el oasis: sus lágrimas saladas. Con más ansias aun la tomé de los hombros, queriendo ser espectadora de aquella escena; queriendo ver el modo en el que sus dunas se oscurecerían como si hubiera tormenta. Estaba obsesionada, más que ida por el halo de magia y misterio que desprendía. Titubeante, traté de apartar el pelo de su rostro para poder medir su expresión.


     Por primera vez en mucho tiempo Helena había acudido tarde al trabajo. Cuando despertó aún tenía grabada en su mente el intento fallido de desvelar las facciones de la bailarina. Hugo estaba a su lado, llevaba unos días pasando la noche en su casa y, para sorpresa de éste, Helena no puso ninguna traba o excusa. Parecía que había dejado de rehuir o de mirar hacia otro lado.

     Lo primero que hizo fue despertarlo para confesarle su nuevo sueño con la esperanza de que el chico pudiera serle de ayuda. La respuesta que le regaló fue su habitual abrazo y una mirada entre intrigada y seria. Había empezado a habituarse al peso de aquellos ojos, que tanto hurgaban dentro de ella. El marrón grisáceo era perspicaz pero sus intenciones siempre habían estado justificadas por las ganas de conocerla, de comprenderla, de saberlo todo de ella sin restricciones. Y, aunque pareciera imposible, aquello en lugar de darle tanto miedo, como ocurría antaño, la reconfortaba.

     «¿Has pensado en que quizá la bailarina sea una proyección de ti misma? De tus miedos, de esas cosas. Quizá solo intenta ayudarte; dirigirte por el buen camino, por lo que en realidad te gustaría hacer. A lo mejor cuando te decidas a hacer lo que te gusta dejas de verla». Fueron aquellas palabras las detonantes de sus pensamientos; constantemente les daba vueltas. Una y otra vez se repetían en su cabeza como si de un mantra se tratara.

     Tal vez fue aquella la razón por la que llegó tarde al trabajo; estaba demasiado ocupada en sus cavilaciones como para preocuparse por algo que, a fin de cuentas, nunca la había llenado. Cuando se sentó en su puesto, en lugar de centrarse en los quehaceres se puso a dibujar sin preocuparse si quiera en las consecuencias que podría ocasionarle aquello. Estaba cansada, exasperada y pesarosa. En cuanto abrió su libreta de tamaño mediano el dibujo de Salomé la asaltó. Ahí estaba, inacabado, llamándola.

     Su mano izquierda se posicionó sobre él y siguió sus trazos con anhelo; tenía que acabarlo, lo deseaba. Tomó un lápiz y continuó con su labor. Terminó de detallar la expresión de su rostro inerte, los claroscuros y el resto de matices. Extasiada, contempló su obra. Y se encontró con que estaba orgullosa; con que, a pesar de haberla creado con su mano inexperta, era hermosa. Y sonrió, y nuevamente pensó en la magia que destilaba. Y nuevamente creyó que se encontraba frente a una Bella Durmiente particular y única.

     Fue entonces cuando supo que el príncipe de Salomé no iba a aparecer para despertarla. Permanecería siempre dormida, inconsciente. Era la princesa de los sueños, y debía de despedirse de ella. Apagarla, decirle adiós, y colocar su cuerpo en un ataúd hermoso y lleno de flores como el de Blancanieves. Y contemplar cómo se sumergía en la tierra. Y pensar que aunque no estuviera físicamente con ella, jamás desaparecería de su pecho.

     Helena se encontró con lágrimas en los ojos; últimamente lloraba mucho. Pensó vagamente en si llegaría el momento en el que su llanto le erosionara el rostro, como lo hacían las olas en las rocas de la costa. Estaba abrumada por el peso de su decisión y temerosa de llevarla a cabo. ¿Sería lo mejor para Salomé? Sólo quería hacer lo correcto y dejar de sentirse atormentada, y dejar de sentirse culpable.

     Resignada contempló su escritorio. Su trabajo tampoco la hacía feliz y estaba empezando a creer que, quizá, aquel fuera otro de los motivos por el que continuaba estática. Tenía estabilidad económica pero, ¿aquello de qué le servía? No estaba contenta, no la llenaba. Siempre quiso dibujar y antes del accidente confió en lograr vivir de sus obras. Después de aquella pérdida doble, de su mano y su hermana, había dejado de tener fe en sus ilusiones y sueños. Tal vez aquello había sido un error; tal vez debería de comenzar a ser alguien más egoísta y empezar a olvidar un poquito el pasado, a superarlo. Su vida había cambiado, era un hecho, pero su corazón seguía latiendo. Y aquel era motivo suficiente para lanzarse al vacío e intentar sonreír.

     Helena caminó hacia el despacho del director pensando que lo mejor era ser sincera y confesarle que no era feliz en aquel sitio; que tenía anhelos que con un puesto de oficina no podía alcanzar. Ignoró la mirada de pena que dirigió a su mano maltrecha y el comentario insistente de que se lo pensara; a fin de cuentas solo la quería por la subvención que le daba su minusvalía. Le daba rabia aquello; sentía que solo la veía como una cifra al pensar en su sueldo y, cuando se centraba en su persona, como una pobre desgraciada. Parecía que solo la definía aquel accidente; que resultaba imposible que la gente la concibiera de otra manera. Y quiso cambiarlo; dejar de sentirse impotente.

     «No te preocupes, Helena, yo te ayudaré a luchar por tus sueños», le dijo Hugo por teléfono y sintió que el corazón se le salía del pecho. Iba a dejar de ponerse limitaciones y sugestionarse de lo que podía hacer y lo que no. Iba a empezar a vivir como siempre quiso hacerlo.




     Cuando la vi nuevamente sobre el tan conocido escenario, supe que sería la última vez que nuestras miradas se cruzarían. Estaba feliz, atusando su vestido de ballet rosa claro. Dio un salto, y otro, y otro. Su cuerpo se mecía al son de una melodía solo escuchada por sus oídos, risueña, libre. Fue entonces cuando, repentinamente, se acercó con una elegante zancada hacia mí y me tendió su mano derecha. Indecisa, alargué mi inútil extremidad y la tomó.

     Con una sacudida de cabeza removió el cabello de su rostro de nácar. A mi mente vinieron nuevamente aquellas dunas movidas por una inexorable tormenta en el desierto. Y el oasis, apareció el oasis. Pero aquella vez fue distinto: en lugar de traer lágrimas iba acompañado de las ilusiones de un iris aguamarina que se oscurecía, dando paso a un marrón tierra húmeda. No, estaba equivocada, aquello no era un oasis; era el resplandor de un sendero mojado; eran los pastos tras la caída de la lluvia. Eran los ojos de una Salomé que me miraba con condescendencia y tiraba de mí para darme un caluroso abrazo de despedida.

     Salomé, la bailarina, se alejó lentamente de mí para acercarse hacia unas escaleras de mano que acababan de aparecer dentro de escena. Se hizo la oscuridad para que, instantes después, un foco iluminara hacia la artista, que ascendía lentamente por los peldaños. Apareció la mariposa, también, resaltando con su blanco inmaculado a pesar de la penumbra. Salomé estiró su brazo derecho tratando de alcanzarla, pero el insecto era demasiado ágil incluso para ella. Cuando ascendió a lo más alto de la escalera, como quien escala el Himalaya, pude ver cómo arriba del todo se encontraba una enorme y prometedora luna de gomaespuma en la que reposaba el tan anhelado insecto. Salomé me dirigió una significativa mirada, antes de realizar lo que sería su último paso de baile: un plié que la elevó alto, muy alto.



    Enterrarla fue, sin lugar a dudas, la decisión más dura que pudo tomar Helena en toda su existencia. No obstante, después de aquella visión supo que hizo bien. El cuerpo de su hermana se hundió en un ataúd hermoso lleno de flores y decorado ricamente, haciendo honor a la princesa dormida que siempre fue. En la lápida colocó el dibujo que realizó de ella en el hospital, puesto que era el que más se acercaba a definirla como la Bella Durmiente en la que se convirtió en el transcurso de aquel año. Cuando se alejó del cementerio, destilando dolor y lágrimas, le pareció ver las dunas del largo cabello de Salomé bambolearse en una danza, que era tanto de despedida como de júbilo.




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