Maniac pixie dream girl a lo alto del castillo


            He visto un castillo derruido y he imaginado a una princesa sobre su torre: en su estructura maltrecha y llena de restauraciones, la he visto etérea pero sin desdicha. Cuando concebía a princesas siempre estaban tristes pero, sin embargo, ella sabía sonreír. Y tuve envidia; quise ser la princesa inventada del torreón deshecho, repleto de turistas. Así que saqué algunas fotos desde ángulos en los que la concebía contemplar la ciudad. 

            ¿Por qué no lloraba si mis aprendices de monarca siempre fueron escarcha? Tal vez, mi subconsciente buscaba transmitirme algo tan ajeno que la dibujó riendo. Era tan bonita su risa que quise reinventar la mía para que se pareciera, pero no pude. Mis labios estaban sellados, en una mueca recta, como si los hubieran cosido con hilo invisible. La felicidad me dolía. En alguna ocasión me he imaginado dulce, en lugar de amarga, y risueña. Quise ser la maniac pixie dream girl del amor de mi vida, pero no he podido. Quizá aquella princesa era el reflejo de todo aquello; un bonito y pintoresco cuadro de unos estándares que creí alcanzar pero, en el fondo, estaban muy lejos.

            Debí de decirle que tendría que ser menos alegre y volverse más taciturna, altanera y sinvergüenza. Mas humana y menos fantasma porque, por supuesto, estaba muerta: tan muerta como el castillo. Tan muerta como los centenares de vasallos que perecieron en una guerra que no era suya; víctimas de la tragedia de otros. La vida, a fin de cuentas, era así. Por primera vez en mucho tiempo, no me saqué fotos: me daba miedo verlas. Estar ahí, mimetizada con el pelo rosa, y toparme con aquella anacronía. En el castillo hicieron varias rehabilitaciones que no coincidían con lo medieval del asunto, así me sentía yo en cualquier circunstancia.

           Ojalá supiera retratar a la princesa; con su vestido verde hierba, su pelo castaño, largo y rizado, y sus ojos de ámbar. Ojalá fuera ella, ojalá no ser yo. Ojalá ser cualquier otra chica que hubiera aprendido a estar contenta. Ojalá todos mis ojalases se cumplieran porque, de no ser así, la desdicha me iba a hacer trizas sin que opusiera resistencia. ¿Qué era mejor? ¿Sentir la ansiedad removiendo mis vísceras o apagar la radio? Por supuesto que no iba a sacarme en aquella fotografía: jamás querría ver la prueba de lo mucho que me faltaba mi zapatito de cristal.





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