La casa de Caramelo

Tal vez me estuviera repitiendo demasiado, pero la vida me había hecho pedazos. Había fragmentos de mí que, en el suelo, definían un trazo que me recordaba de dónde venía el gris. El origen del monocromatismo se fraccionaba en varios senderos, aunque todos ellos iban a morir a la casa de la bruja. Yo era Gretel, la hermana un Hänsel que me había abandonado. Venía de la casa de la arpía, atiborrada de tanto caramelo que rayaba la indigestión. Concebía al caramelo como cosas tristes que, en un inicio, pensaba que me harían bien.

Las cosas tristes que pensaba que me harían bien mellaron mis dientes, me hicieron contraer diabetes y obesidad mórbida. Así que terminé siendo una Gretel que estaba malita y no sabía cómo escapar del cautiverio. Echaba de menos a mi hermano, porque su falta hizo tangible la sensación de estar sola en la vida. Aunque siempre supe que estaba sola, que así estábamos todos, sentirlo sin edulcorar hizo que mis cachitos se fraccionaran todavía más si cabía.

Solo podía mirar a las migas de pan, a los trozos de mí, con conciencia de su origen. A veces quería seguirlos, mirar atrás para regresar a la casita de caramelo. Y me decía que no, pero lo hacía. Había veces que no podía evitar recular: girar la cabeza como Edith, a la espera de convertirme en una estatua de sal. ¿La sal, que era desazón, podría sentir más cosas? ¿estaría entonces condenada a existir, inmóvil, solo experimentando desdicha? Tal vez el problema estuviera en que solo escogía metáforas nacidas en desasosiego. Tal vez si focalizara el asunto en las promesas de futuro, en lugar de rebobinar al pasado, me sentiría menos condenada. Soy una Gretel perdida, con deseos de prender fuego a sus migas de pan. Quiero quemár(me)las para resurgir como un ave fénix. Quiero ser feliz. Pero tanto la casa de caramelo, como la ausencia de Hänsel son dos lastres muy pesados que, espero, algún día dejen de impedirme volar.



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