Drusilda y Ofelia


              Ofelia estaba triste, y aquello era algo para lo que la bruja Drusilda no terminaba de estar preparada. ¿Cómo alguien que era mes de marzo podía estar triste? Se suponía que era la fuerte, la líder. No un amasijo afligido. No un charco de lágrimas en el suelo. Ofelia estuvo mirando la taza de té sobre el hule de la mesa; del hule a la bebida, y viceversa. Sus pupilas color arcilla parecían encontrar algo estimulante en los girasoles estampados, como si quisiera que crecieran fértiles sobre su iris. La aprendiz de bruja se preguntó, vagamente, con cuánta facilidad se podrían encontrar respuestas en las flores. Quizá era más sencillo que en los posos de té. Debía de probarlo, algún día.

              —Es un monstruo —espetó Ofelia en referencia a Ares, con su frente arrugada. La boca fruncida, en una mueca que oscilaba entre el miedo y el asco. El brillo del desengaño en su rostro deslumbró cualquier palabra reconfortante que pudiera dedicarle Drusilda, así que guardó silencio, como si la calma fuera una solución plausible. Sí lo era.

              —¿Qué vas a hacer? —la apremió, cuando la tensión de su tesitura se hizo insostenible. Ofelia arrugó su frente, otra vez, como si se hubiera olvidado de hablar. Drusilda continuó callada; había veces que la amargura se comía las palabras por lo que Ofelia necesitaba materializar la respuesta a aquella pregunta, qué le doliera. Entonces, y solo entonces, podría empezar a sanar.
           
              —Dejarlo. —Suspiró. —Bueno, no sé si esa es la palabra indicada. En realidad, nunca tuvimos nada.

              Ambas suspiraron. Ofelia tomó un trago del té. Drusilda se colocó a su lado, después se permitió analizarla de arriba abajo. Había algo roto en ella y tenía miedo que jamás pudiera regresar a su origen. ¿Cuántos nudos se podían hacer a una cuerda llena de mellas antes de que quedara inservible? ¿Cuántas veces, después de rota, se podía seguir usando? Tenía su cabello lacio, castaño, recogido en una coleta alta. Los ojos de arcilla, mancillados y sin girasoles. La piel pálida, las mejillas sin lustre. La boca seca, blanca. Y las pestañas cortas y mojadas. Había lágrimas sin que realmente estuvieran. Había alguien, que era y no era. Su cuello largo, elegante, inclinado hacia abajo. Los huesos de la espalda se asomaban hipnóticos a través de su camiseta de tirantes. Drusilda quiso acariciarlos, pero no lo hizo.

              —¿Ves esa separación de los posos de té? Están divididos, como hizo Moisés con las aguas. —Guardó silencio, para confirmar que aquella conversación no era unilateral. Ofelia asintió. —Indican como estás: partida. Aun así, eso no es lo único que me dicen. Después de la rotura, los pedacitos se prolongan hacia casi elevarse sobre las paredes de la taza; como la rosa que nace entre dos rocas. Hay gente, como tú, que ha nacido para sobresalir a pesar de estar en tierra árida.



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