En el Hotel Monterrey

Estaba limpiando los azulejos del suelo con una dejadez pasmosa. El reloj parecía no avanzar. Con la vista en él, mecía la fregona. Los segundos, que no pasaban. Cómo era posible que, cuando estaba en el descanso, un instante fuera solo eso; un instante. Mientras que ahora, cautiva, el minutero se arrastraba sobre mí dejándome arañazos. Entonces hundía el mocho, pensando en lo que había echado en al agua; lejía y fregasuelos. Me lo quería beber: era lo único que estaba claro. Me imaginaba empinando el cubo y tragando. Me ardería el estómago, llamarían a una ambulancia y no me podrían salvar. A veces quería morirme. En realidad, durante el tiempo que estuve trabajando en el hotel, lo meditaba a menudo. Si lo hubiera manifestado en voz alta, la gente se habría echado las manos a la cabeza y me llamarían loca y exagerada. 

Siendo sincera, han habido muchas veces en las que me he querido morir. Cuando me insultaban en el colegio, pensaba una y otra vez en lanzarme a las vías del metro. Cuando me insultaron en el instituto, continuaba pensándolo. Luego conocí a David y no me quise suicidar. Pero más adelante, cuando estaba triste con David por todas las decisiones malas que tomamos, también me quería matar. En aquella época quería prenderme fuego con el aceite de la cocina. Cuando dejé a David, planeaba matarme de muchas formas; con los cuchillos de la cocina, con el aceite, saltando desde el balcón, o a las vías del metro...

Eran pensamientos intrusivos; lo sé porque, como me asustaban, busqué información sobre ellos en internet. El caso era que me apetecía tanto hacerles caso que me daba miedo; eran como una voz, un eco que nunca se callaba. Y creía que no regresarían nunca pero, cuando tuve que trabajar en el Hotel Monterrey, regresaron. Así que suponía que estaba destinada a la tragedia: me veía como Edipo, o algo así. Con mi destino escrito en el oráculo de Delfos; como si de alguna forma estuviera grabado en piedra que daba igual lo que hiciera, porque nada me iba a salir bien. Desde niña me lo decían. Yo de niña siempre quise hacer muchas cosas, pero gran parte de mi alrededor parecía molesto por ello. 

Le dije a Raúl que me quería beber el agua de fregar, pero le restó importancia. Tengo la sensación de que estoy loca y por eso las personas le restan peso a mis palabras. Solo quiero que me escuchen sin juzgarme, pero en realidad nadie lo hace, nunca.

Seguían faltando muchas cosas por hacer antes de terminar el turno de trabajo, pero al menos ya había terminado de limpiar el suelo. Tomé el cubo y lo vacié fuera; como quien vuelca las ilusiones de Papá Nöel o los Reyes Magos. Aquel día no me iba a suicidar, porque ya no había líquido en el cubo. Ni el siguiente, ni el otro. Monterrey terminará y, una vez suceda, estaré menos triste. Quiero romper las tablas del oráculo.

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