Lágrimas en las cañerías

Me quedo mirando hacia la taza del váter y, después, hacia la ducha. El suelo está mojado, hecho un desastre; casi tan desastre como lo estuve yo. Me imagino entonces sentada: primero, sobre el retrete. Sobre la ducha después. Me duele imaginarme en la bañera, porque fue seguida de un derramamiento de sangre. Recuerdo los mareos, el sudor frío y las ganas de vomitar. Eché mi escaso desayuno sobre los azulejos del suelo, que ahora están húmedos. Mojados de agua, qué bonitos se ven. Y ahora, con el pelo húmedo, me gotean las ideas como heridas abiertas.

No me arrepiento de mi decisión, pero me habría gustado que me hubieran explicado la agonía por la que tendría que pasar. En cambio, me presentaron el aborto como un acontecimiento sencillo, rutinario. Con pastillas sería mucho más orgánico, me dijeron, porque emularía el transcurso natural de la pérdida. Y me dolió. ¿Cómo no iba a dolerme cuando aquella era nuestra condena? Las mujeres, qué existíamos para sufrir. Con la sangre siempre en el elenco principal. Sangre como tributo, como castigo, como redención. Con la vida, que se derramaba a través de ella.

Tuve una bajada de tensión; las luces titilaban como estrellas sobre mis pupilas. El sudor frío corrió a través de mi sien, como lo hacía el líquido sobre mis pantorrillas. Y yo lloraba, porque me desgarraba. Las contracciones eran tan insoportables que arrancaban arcadas. Y vomitaba, y me mareaba, y me dolía. ¿He dicho ya que me dolía? Marcos me miraba, preocupado, pero su silencio no podía sostenerme frente al abismo. Y el despojo de mí, toda pérdida, y huesos, y hiel. Bajo su escrutinio, llegaba su misericordia.

Pero el rencor crecía en mi pecho como una hiedra. ¿Por qué tenía que pasar por aquello yo, solo yo? Sola, en la vida siempre estábamos solas. Yo también quiero juzgarte, Marcos. A ti, al jodido retrete, a la bañera, al lavabo y, en última instancia, a mi cuerpo maltrecho como un espantapájaros. Mañana tendría que trabajar como si nada, como si mi cuerpo no cargara este duelo. Lo peor iba a ser hoy, me dijeron antes de darme las pastillas. Pero mañana, con los calambres, con las contracciones desgarradoras de mi vientre, sería otro día. Día de trabajo, como si aquello pudiera borrarse con un reloj. 
 
En este mundo, donde ninguna de nosotras decidió nacer, aceptamos la penitencia de dar vida. Por eso, todas y cada una de nosotras debemos elegir nuestro destino a través de la sangre. Vuelvo a mirar al retrete, luego a la bañera. Ellos, junto con Marcos, serán los únicos testigos del reguero de lágrimas que atravesaron las cañerías.

La Ofelia de Hamlet

Parte I: En el cauce de un río

Ofelia supo que su destino estaba ligado al de Ares el día en el que le pidió la cartilla de racionamiento. Iba vestido con su uniforme del ejército: perfectamente planchado, limpio, reluciente. Su pelo estaba engominado, en un intento pobre de ocultar sus rizos rebeldes, y su barba perfectamente rasurada. Sus uñas cortadas. Tenía los ojos del color de la mostaza, con una pupila que reflejaba las nubes amenazando la tormenta. Ella miró hacia el suelo, buscando no desafiarle, pasar desapercibida.

—Familia Vázquez. —Asintió, leyendo la información de la cartilla. —Tan solo una barra de pan. Sin pollo, ni arroz, y tampoco lentejas.

—Es porque solo somos dos. Mi madre y yo. —Ares sonrió con condescendencia, satisfecho por la información nueva. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa y escribió algo en la cartilla. La tinta se hundió sobre la hoja como el arañazo de un cuchillo.

—A partir de ahora, dos barras de pan y dos contramuslos de pollo. Los martes podéis pedir lentejas o arroz.

Ofelia no supo cómo reaccionar. Se quedó en blanco, como una polilla cansada de golpear el vidrio de una ventana abierta. Si no veía la salida, ¿verdaderamente existía alguna forma de escapar de allí?

—Gracias. —Supo encontrar las palabras para regalarle su triste respuesta. Aquella voz no parecía suya; era como si le hubieran arrebatado la identidad. Esperaba no volverlo a ver nunca más aunque, muy en el fondo, sabía que aquello era apenas el principio.

A cal y canto; la ventana estaba cerrada a cal y canto.

***

Su nombre era Ares, como el dios de la guerra. «Pienso que mis padres escogieron llamarme así porque estaba predestinado», espetó uno de aquellos días en los que mantenía una conversación sosegada con Ofelia. Ella tan solo asentía, con miedo de llevarle la contraria. Tan valiente que era, tan insolente, tan fuerte…, y se quedaba en nada. En la presencia de la deidad belicista era tan solo un amasijo pequeño porque, como Cristóbal Colón, para conquistarla tuvo que hacerla añicos.

Al principio fue como una polilla hacia la luz: ella brillaba con el resplandor propio del vidrio. Era como el cristal: transparente, reluciente, auténtica. Y, como el cristal, se hizo pedacitos pequeños. Pedacitos mágicos, que no cortaban. Ofelia había llegado al mundo para sanar con su fulgor pero, por desgracia, su llama se estaba sofocando.

Aquella idea latió en su cabeza cuando se despertó aquella mañana sobre el colchón de su habitación. Tenía a Ares al lado, durmiendo a pierna suelta. Quiso levantarse, pero tuvo un pinchazo entre las piernas. Las sábanas estaban manchadas de carmesí; su característico olor a hierro le inundó la nariz. Pensó en la penitencia de sangrar que vivimos todas las mujeres; cómo la fertilidad nos castigaba derramando vida. ¿Iba a ser siempre así? Existía un hilo muy frágil que nos unía a todas y a cada una de nosotras; una cuerda que nos ligaba al dolor, y era roja.

Y quiso aquello para Ares también. Quizá si derramaba sangre empezaría a sentirse unida a él. Por lo menos tendrían algo en común. Así que se imaginó en distintos escenarios; en el primero, era ella quien le mandaba callar con un cuchillo en la mano derecha; en el segundo, el veneno; y en el tercero había cavado una tumba en su jardín. Pero él la quería, ¿verdad? Si tan seguro estaba de todo, aquello debía de ser cierto. Porque desde que apareció en su vida, Ofelia no estaba segura de nada en absoluto. Todo se había convertido en dudas y silencios.

Lo único que sabía era que aquella sangre no podía ser suya. En cambio se imaginó a sí misma, tumbada boca arriba, mirando hacia el techo. El sudor de él caía sobre su pecho. Su calor se sentía como un témpano de hielo. El colchón crujía bajo los cuerpos. Pero aquella sangre no era suya; se había despojado de la sangre. Porque desde fuera, todo era más sencillo. Ella era tan solo una mera espectadora, contemplándose en su herida, en su carne, en su piel. Y aquello tan surreal no podía ser cierto porque si aquel rojo le pertenecía, estaba tan cautiva como todas y cada una de nosotras.

***

Tal vez eran las caras de la misma moneda; dos dualidades construidas para formar a una persona entera. O eso le quería creer Ofelia. Porque a Ares le gustaba toda su ternura, su paz, su perdón. Ella le ofrecía espacio de redención que estaba dispuesto a tomar. Y dominar. Sin permiso; la dominaba sin permiso, como estaba tan acostumbrado ya. Así que no podía alejarse de su lado: si aquello ocurriera tendría que aceptar el monstruo en el que se había convertido o, si quiera, admitir que estaba tan hecho jirones como Ofelia. Y no. Un hombre como él no podía estar partido; su identidad no era un castillo de naipes a punto de derrumbar.

—Eres como yo —se aventuró a espetar Ares aquella mañana, mientras se vestía para acudir a las filas. Ofelia se encogió, ofendida por aquellas palabras.

—No es verdad. Yo no he matado a nadie. —Pero Ares, lejos de sentirse ultrajado, sonrió.

—Eres el espejo en el que me veo reflejado todos y cada uno de mis días. —Miró hacia sus ojos, como buscando reforzar aquellas palabras.

¿Qué quería decir con aquello? ¿Era una declaración de sentimientos? El día anterior le había traído pastas dulces; había escuchado que eran caras y difíciles de conseguir. Ofelia solo le dijo «Echo de menos el café, y las pastas». Ares no respondió; en cambio, al día siguiente tuvo las pastas y una cafetera italiana, todavía vacía. ¿La quería o no? Aquello iba a hacerle perder la cabeza. Desde luego, no tenía la necesidad de consentirla; era ella quien estaba relegada a sus caprichos. Y aún así, le trajo aquel regalo.

Miró hacia aquellos ojos mostaza, indescifrables, y se perdió a sí misma. De nuevo, su cabeza explotó fuera del cuerpo. A su mente acudieron mejores imágenes; cuando vivía con mamá, iba a la escuela y la reñían por mascar chicle en clase. Luego no hubo clases, solo silencio. Y otra vez se vio a sí misma contemplándose a ambos: Ares y la triste Ofelia. ¿Debía, acaso, ahogarse en el cauce de un río?

—Ahogado en el cauce de un río —repitió sin venir a cuento. Aquello la hizo reconectar con su realidad: aquel cuerpo, sus propias manos, se le hicieron ajenas.

—¿Cómo? —quiso saber.

—Me dijo Drusilda que mi vida terminará contigo ahogado en el cauce de un río. Ya sabes que ve el futuro.

—Esa es la Ofelia de Hamlet —musitó—. Recuérdale a Drusilda de mi parte que la próxima vez no seré tan benevolente con su trabajo.
 
Ares abandonó la casa a paso tranquilo, mientras Ofelia se quedó mirando la mesa de la cocina en silencio. Quiso levantarse, pero sintió el cuerpo ausente; las piernas no le respondieron y los ojos estaban fijos en el vacío. «Te dejo», murmuró. «No te quiero. Te dejo». Pero aquello era mentira; pensaba en él como catalizador de cosas demasiado complicadas para articularlas en voz alta. Sin embargo, hablar podía ayudarla a ubicarse en aquella habitación con las paredes insufriblemente blancas.


Parte II: El amor de una bruja


Ofelia estaba triste, y aquello era algo para lo que la bruja Drusilda no terminaba de estar preparada. ¿Cómo alguien que era mes de marzo podía estar triste? Se suponía que era la fuerte, la líder. No un amasijo afligido. No un charco de lágrimas en el suelo. Ofelia estuvo mirando la taza de té sobre el hule de la mesa; del hule a la bebida, y viceversa. Las pupilas color arcilla parecían encontrar algo estimulante en los girasoles estampados, como si quisiera que crecieran fértiles sobre su iris. La aprendiz de bruja se preguntó, vagamente, con cuánta facilidad se podrían encontrar respuestas en las flores. Quizá era más sencillo que en los posos de té. Debía de probarlo, algún día.

—Es un monstruo —espetó Ofelia en referencia a Ares, con su frente arrugada. La boca fruncida, en una mueca que oscilaba entre el miedo y el asco. El brillo del desengaño en su rostro deslumbró cualquier palabra reconfortante que pudiera dedicarle Drusilda, así que guardó silencio, por si la calma era una solución plausible. Sí, lo fue.

—¿Qué vas a hacer? —la apremió, cuando la tensión de su tesitura se hizo insostenible. Ofelia arrugó su frente, otra vez, como si se hubiera olvidado de hablar. Drusilda continuó callada; había veces que la amargura se comía las palabras por lo que Ofelia necesitaba materializar la respuesta a aquella pregunta, qué le doliera. Entonces, y solo entonces, podría empezar a sanar.

—Dejarlo. —Suspiró. —Bueno, no sé si esa es la palabra indicada. En realidad, nunca tuvimos nada.

Ambas suspiraron. Ofelia tomó un trago del té. Drusilda se colocó a su lado, después se permitió dedicarle una mirada de arriba abajo. Había algo roto en ella y tenía miedo que jamás pudiera regresar a su origen. ¿Cuántos nudos se podían hacer a una cuerda llena de mellas antes de que quedara inservible? ¿Cuántas veces, después de rota, se podía seguir usando? Tenía su cabello lacio, castaño, recogido en una coleta alta. Los ojos de arcilla, mancillados y sin girasoles. La piel pálida, las mejillas sin lustre. La boca seca, blanca. Y las pestañas cortas y mojadas. Había lágrimas sin que realmente estuvieran. Había alguien, que era y no era. Su cuello largo, elegante, inclinado hacia abajo. Los huesos de la espalda se asomaban hipnóticos a través de su camiseta de tirantes. Drusilda quiso acariciarlos, pero no lo hizo.

—¿Ves esa separación de los posos de té? Están divididos, como hizo Moisés con las aguas. —Guardó silencio, para confirmar que aquella conversación no era unilateral. Ofelia asintió. —Indican como estás; partida. Aun así, eso no es lo único que me dicen. Después de la rotura, los pedacitos se prolongan hacia casi elevarse sobre las paredes de la taza; como la rosa que nace entre dos rocas. Hay gente, como tú, que ha nacido para sobresalir a pesar de estar en tierra árida.

Ofelia capturó su pupila, como si estuviera redescubriéndola por primera vez en mucho tiempo. Drusilda, eclipsada, quiso decirle lo mucho que la quería. Pero no. Callada, con la certeza de que no era a ella a quien miraba; sino al anhelo de la ausencia de Ares, se dejó hacer. Se dejó tocar, le entregó todo su amor como si fuera infinito. Podía tomar todo lo que quisiera de ella; a fin de cuentas, aquella rosa no solo necesitaba agua para crecer.

Lo primero que hizo fue darle un beso. Ofelia sintió ajena aquella boca sin barba, blanda y suave. Las manos suaves, también, que le acariciaron el cabello con ternura. En realidad, aquello fue como un descubrimiento; como si tuviera a su lado la teoría de la gravedad y no se hubiera dado cuenta. Qué bien se sintió el tacto Drusilda, dulce, recorriendo su espalda. En tan solo una caricia le quitó las prendas: quedó entonces vulnerable, escudada solo por sus huesos y piel. Supo que, hasta aquel instante, no se había sentido jamás tan auténtica. La mirada de Drusilda parecía capaz de atravesarle las entrañas hasta alcanzar su corazón. Llegó para quedarse viéndolo latir, recreándose en su desdicha como si quisiera alimentarse de ella.

La aprendiz de bruja estaba enamorada de la tristeza de Ofelia. Quería tomar a la muchacha para demostrarle que el destino no solo estaba escrito en las estrellas. Quería leerle la felicidad en los lunares de su estómago y después lamerla ahí abajo, hasta hacerle creer que nacieron constelaciones en el techo, lleno de grietas, de su habitación. Ofelia, por su parte, se dejó hacer. Tirada sobre el colchón, abierta de piernas, fue más libre de lo que jamás pudiera haber recordado. El egoísmo la hacía sentir empoderada, irracional y frenética. Lo quería todo para ella. Iba a tomar el placer y exprimirlo hasta perder la cordura: deseaba quedarse tan saciada que no hubiera espacio en su mente para experimentar la desazón.

Entonces, la puerta se abrió. Apareció Ares con su uniforme de militar. La mostaza de su iris recorrió la habitación de Drusilda como quien observa un cuadro costumbrista. Las vio tiradas en el colchón; tan crudas que se alejaban de la fantasía lésbica que tenía el hombre sobre la sexualidad de la mujer. Y le dio asco la forma que tenía Drusilda que acariciar el vientre hendido y moreno de su amiga. Le dieron repulsa los gemidos trémulos de Ofelia, que iban en busca de un anhelo que no llegaba nunca. Pero, por encima de todo, se sintió traicionado: su virilidad se puso en entredicho. Así que quiso castigarlas de alguna forma que le hiciera sentirse a él como sujeto de deseo y devolverles a ellas, en cambio, la condición de objeto de consumo. Alejó a Drusilda de un tirón de encima de Ofelia, para evitar que le revocaran su conquista. Él era el hombre blanco y Ofelia se había convertido en la nueva América. Iba a someterla bajo la mirada de la aprendiz de bruja, que no podría detenerlo.

Entonces fue cuando Ofelia tuvo una epifanía sobre su destino, que parecía estar ligado a una tragedia clásica. Ella era la amante de Hamlet; su futuro no estaba escrito ni en las estrellas, ni en sus lunares. Nació para servir a un hombre y morir por y para él. Iba a ser la Ofelia de alguien que la relegaría a un segundo lugar, donde sus deseos nunca formaron parte de la ecuación. Ares, por tanto, sería el señor de su guerra; de su destrucción y su cautiverio. Ella, como el resto de mujeres del mundo, no necesitaba acudir a ninguna cruzada, porque la tenía en su día a día. Quiso llorar al visualizarse como la concibió Shakespeare: ahogada en un lago. Toda una vida erigida con el propósito de ser un personaje prescindible.

En el marrón arcilla de sus ojos, crecieron girasoles. Ofelia quería diferenciarse de su yo vulnerable, que tanto había visto que pintaban en cuadros barrocos hundida bajo el mar. Así que tomó aire y le dijo que no. Hizo acopio de todas sus fuerzas para quitárselo de encima con una patada en el estómago. Ares, señor de lo belicista, emitió un quejido de dolor. Aprovechó entonces Drusilda para ponerse delante y escudar a su compañera. Ofelia tomó un jarrón lleno de agua y margaritas, que estampó en la cabeza de su Hamlet. Ya no más, quiso decirle con la boca cerrada.

Cayó el cuerpo al suelo, inerte. Tenía el cabello mojado, como si el destino quisiera mostrarles lo bonitos que se verían sus rizos húmedos sobre el cauce de un río. Y así lo imaginaron: sepultado donde nadie jamás lo pudiera encontrar. A aquel Ares, reencarnado en Hamlet, le había llegado su San Martín. Y Ofelia no tendría que sufrir las consecuencias de pertenecerle, como tanto ocurrió en historias pasadas. Lo que siempre había necesitado era reinventarse como alguien distinta: descubrir que en aquella ocasión no había sido ella la destinada a perecer bajo el mar.
 
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