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—A lo mejor dentro de unos años cambie de opinión —musitó Estela con suavidad.

Arqueé una ceja con escepticismo.

—Sí, tal vez... y también algún día los cerdos vuelen, ¿no? —me reí con todas mis ganas.

Estela suspiró.

—Nunca se sabe —dijo—. Todo es posible; incluso que algún cerdo nazca con alas.

Me mordí los labios tratando de no soltar una carcajada.

—De todos modos aunque la Luna me amara daría igual; lo nuestro sería imposible porque aunque pusiera todo mi empeño no podría alcanzarla, y ella, si tratara de bajar para tocarme caería desde ahí arriba —señalé el cielo de manera dramática— y moriría en el impacto.

Estela sacudió su cabeza confundida.

—¿Tú no estabas enamorado de Alma? —inquirió—. Ella no es un satélite.

Sonreí con sorna.

—Cierto; pero aún así se le parece mucho —hice una pausa—. Alma está en su casa, encerrada. Si tratara de bajar de su balcón a verme terminaría cayéndose y haciéndose daño; y si yo intentara subir a por ella terminaría preso de las espinas de los rosales de la enredadera de debajo de su cuarto.

Estela suspiró.

—Tú siempre tan poético...

La despeiné de manera juguetona.

—Además, ella siempre está enferma —articulé inaudiblemente. Suspiré, decaído.

—A lo mejor le pasa como a Blancanieves, que está presa del hechizo de una bruja.

—Deliras —la pinché, poniendo cara de falso ultraje. Su única respuesta fue un enigmático encogimiento de hombros.




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