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Había una vez, en un reino muy lejano, un hermoso vampiro cuyo nombre era Athan. Athan, tenía el cabello medianoche y los ojos brillantes, de un color que oscilaba entre el borgoña y el rojo sangre según su nivel de sed.

El vampiro, únicamente se centraba en su belleza; en su mente no cabía nada más que el modo en el que pudiera lograr que las muchachas jóvenes y chavales fuertes cayeran bajo sus encantos. Y es que con el paso de los años la obsesión de Athan se tornó absoluta, consiguiendo con ello que cada vez que la gente le vislumbrara a los ojos únicamente viera en ellos perfección.

Como consecuencia de este hecho Athan empezó a perder seguidores. Las personas ya no vislumbraban en él ese deje misterioso que tenían todos los seres sobrenaturales, ni tampoco encontraban en su rostro de nácar aquel destello de antaño de príncipe maldito. Ahora le veían como a un florero; como una decoración tan ideal que rozaba el aburrimiento.





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