Trébol II




            Me arrodillé sintiéndome entre desesperanzada e indefensa. El aire huía de mis pulmones y no sabía qué hacer al respecto. Mareada, me dejé caer sobre aquel trébol. Lo aplasté, arrastrando junto a mi vida la de aquella planta insignificante. Los ojos me pesaban y, siendo consciente de los pocos minutos que me restaban, luché por mantenerlos abiertos en una batalla perdida. Cuando la inconsciencia empezó a vencerme, lo vi.

            Frente a mí se elevó el cuerpo de un desconocido, tapándome la luz brillante y enrojecida del enfermo sol. Se puso de rodillas y sus ojos, de un verde madreselva, se fijaron en los míos llorosos e irritados. Emití un quejido a penas audible, exteriorizando aquella agonía. Cada vez mis inhalaciones eran más lentas y pausadas. Colocó su mano encima de mi frente para medirme la temperatura. Aunque fuera a morir, al menos había conseguido compañía para mi último suspiro.

            El desconocido se inclinó y acercó sus labios hacia mi boca reseca. Y entonces, cuando los posó sobre los míos, encontré la paz. Sentí cómo a través de mi garganta se deslizaba el sabor del néctar, la tierra húmeda y la estepa. Naturaleza, aquel beso me supo a naturaleza. Sacando fuerzas de un recodo oculto de mí, y hasta ahora desconocido, estiré los brazos y lo tomé por la nuca, presionando su rostro contra el mío con empeño. No quería que se separara, que aquellas sensaciones de paz y vida se desvanecieran.

            Desplazó sus manos hacia mi espalda y el hueco trasero de mis rodillas. Me tomó en brazos y, todavía con nuestras bocas entrelazadas, comenzó a andar. No me resistí en absoluto, estaba extasiada. Empecé a experimentar cómo mis pulmones sanaban y cómo la piel reseca se me humedecía de un sudor que limpiaba mi maltrecho cutis. Gemí cuando sentí el latido de mi corazón fortalecerse y cuando mis articulaciones ganaron consistencia y flexibilidad. Estaba devolviéndome lo que había perdido; lo que aquella deconstrucción me había arrebatado.

            Cuando finalmente nos separamos, dejó que su aliento descansara sobre mi rostro. Era cálido y mentolado. ¿Qué me había hecho? ¿Cómo me había salvado? Aquellas preguntas dieron vueltas y vueltas en mi cabeza hasta que, de repente, me di cuenta de que no importaban. Hipé, y empecé a llorar. Cayó un reguero de lágrimas sobre mis mejillas y el desconocido me miró entre desconcertado y divertido. «Gracias» atiné a articular sin estar del todo segura de que me escuchara.




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