Lágrimas en las cañerías

Me quedo mirando hacia la taza del váter y, después, hacia la ducha. El suelo está mojado, hecho un desastre; casi tan desastre como lo estuve yo. Me imagino entonces sentada: primero, sobre el retrete. Sobre la ducha después. Me duele imaginarme en la bañera, porque fue seguida de un derramamiento de sangre. Recuerdo los mareos, el sudor frío y las ganas de vomitar. Eché mi escaso desayuno sobre los azulejos del suelo, que ahora están húmedos. Mojados de agua, qué bonitos se ven. Y ahora, con el pelo húmedo, me gotean las ideas como heridas abiertas.

No me arrepiento de mi decisión, pero me habría gustado que me hubieran explicado la agonía por la que tendría que pasar. En cambio, me presentaron el aborto como un acontecimiento sencillo, rutinario. Con pastillas sería mucho más orgánico, me dijeron, porque emularía el transcurso natural de la pérdida. Y me dolió. ¿Cómo no iba a dolerme cuando aquella era nuestra condena? Las mujeres, qué existíamos para sufrir. Con la sangre siempre en el elenco principal. Sangre como tributo, como castigo, como redención. Con la vida, que se derramaba a través de ella.

Tuve una bajada de tensión; las luces titilaban como estrellas sobre mis pupilas. El sudor frío corrió a través de mi sien, como lo hacía el líquido sobre mis pantorrillas. Y yo lloraba, porque me desgarraba. Las contracciones eran tan insoportables que arrancaban arcadas. Y vomitaba, y me mareaba, y me dolía. ¿He dicho ya que me dolía? Marcos me miraba, preocupado, pero su silencio no podía sostenerme frente al abismo. Y el despojo de mí, toda pérdida, y huesos, y hiel. Bajo su escrutinio, llegaba su misericordia.

Pero el rencor crecía en mi pecho como una hiedra. ¿Por qué tenía que pasar por aquello yo, solo yo? Sola, en la vida siempre estábamos solas. Yo también quiero juzgarte, Marcos. A ti, al jodido retrete, a la bañera, al lavabo y, en última instancia, a mi cuerpo maltrecho como un espantapájaros. Mañana tendría que trabajar como si nada, como si mi cuerpo no cargara este duelo. Lo peor iba a ser hoy, me dijeron antes de darme las pastillas. Pero mañana, con los calambres, con las contracciones desgarradoras de mi vientre, sería otro día. Día de trabajo, como si aquello pudiera borrarse con un reloj. 
 
En este mundo, donde ninguna de nosotras decidió nacer, aceptamos la penitencia de dar vida. Por eso, todas y cada una de nosotras debemos elegir nuestro destino a través de la sangre. Vuelvo a mirar al retrete, luego a la bañera. Ellos, junto con Marcos, serán los únicos testigos del reguero de lágrimas que atravesaron las cañerías.

La Ofelia de Hamlet

Parte I: En el cauce de un río

Ofelia supo que su destino estaba ligado al de Ares el día en el que le pidió la cartilla de racionamiento. Iba vestido con su uniforme del ejército: perfectamente planchado, limpio, reluciente. Su pelo estaba engominado, en un intento pobre de ocultar sus rizos rebeldes, y su barba perfectamente rasurada. Sus uñas cortadas. Tenía los ojos del color de la mostaza, con una pupila que reflejaba las nubes amenazando la tormenta. Ella miró hacia el suelo, buscando no desafiarle, pasar desapercibida.

—Familia Vázquez. —Asintió, leyendo la información de la cartilla. —Tan solo una barra de pan. Sin pollo, ni arroz, y tampoco lentejas.

—Es porque solo somos dos. Mi madre y yo. —Ares sonrió con condescendencia, satisfecho por la información nueva. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa y escribió algo en la cartilla. La tinta se hundió sobre la hoja como el arañazo de un cuchillo.

—A partir de ahora, dos barras de pan y dos contramuslos de pollo. Los martes podéis pedir lentejas o arroz.

Ofelia no supo cómo reaccionar. Se quedó en blanco, como una polilla cansada de golpear el vidrio de una ventana abierta. Si no veía la salida, ¿verdaderamente existía alguna forma de escapar de allí?

—Gracias. —Supo encontrar las palabras para regalarle su triste respuesta. Aquella voz no parecía suya; era como si le hubieran arrebatado la identidad. Esperaba no volverlo a ver nunca más aunque, muy en el fondo, sabía que aquello era apenas el principio.

A cal y canto; la ventana estaba cerrada a cal y canto.

***

Su nombre era Ares, como el dios de la guerra. «Pienso que mis padres escogieron llamarme así porque estaba predestinado», espetó uno de aquellos días en los que mantenía una conversación sosegada con Ofelia. Ella tan solo asentía, con miedo de llevarle la contraria. Tan valiente que era, tan insolente, tan fuerte…, y se quedaba en nada. En la presencia de la deidad belicista era tan solo un amasijo pequeño porque, como Cristóbal Colón, para conquistarla tuvo que hacerla añicos.

Al principio fue como una polilla hacia la luz: ella brillaba con el resplandor propio del vidrio. Era como el cristal: transparente, reluciente, auténtica. Y, como el cristal, se hizo pedacitos pequeños. Pedacitos mágicos, que no cortaban. Ofelia había llegado al mundo para sanar con su fulgor pero, por desgracia, su llama se estaba sofocando.

Aquella idea latió en su cabeza cuando se despertó aquella mañana sobre el colchón de su habitación. Tenía a Ares al lado, durmiendo a pierna suelta. Quiso levantarse, pero tuvo un pinchazo entre las piernas. Las sábanas estaban manchadas de carmesí; su característico olor a hierro le inundó la nariz. Pensó en la penitencia de sangrar que vivimos todas las mujeres; cómo la fertilidad nos castigaba derramando vida. ¿Iba a ser siempre así? Existía un hilo muy frágil que nos unía a todas y a cada una de nosotras; una cuerda que nos ligaba al dolor, y era roja.

Y quiso aquello para Ares también. Quizá si derramaba sangre empezaría a sentirse unida a él. Por lo menos tendrían algo en común. Así que se imaginó en distintos escenarios; en el primero, era ella quien le mandaba callar con un cuchillo en la mano derecha; en el segundo, el veneno; y en el tercero había cavado una tumba en su jardín. Pero él la quería, ¿verdad? Si tan seguro estaba de todo, aquello debía de ser cierto. Porque desde que apareció en su vida, Ofelia no estaba segura de nada en absoluto. Todo se había convertido en dudas y silencios.

Lo único que sabía era que aquella sangre no podía ser suya. En cambio se imaginó a sí misma, tumbada boca arriba, mirando hacia el techo. El sudor de él caía sobre su pecho. Su calor se sentía como un témpano de hielo. El colchón crujía bajo los cuerpos. Pero aquella sangre no era suya; se había despojado de la sangre. Porque desde fuera, todo era más sencillo. Ella era tan solo una mera espectadora, contemplándose en su herida, en su carne, en su piel. Y aquello tan surreal no podía ser cierto porque si aquel rojo le pertenecía, estaba tan cautiva como todas y cada una de nosotras.

***

Tal vez eran las caras de la misma moneda; dos dualidades construidas para formar a una persona entera. O eso le quería creer Ofelia. Porque a Ares le gustaba toda su ternura, su paz, su perdón. Ella le ofrecía espacio de redención que estaba dispuesto a tomar. Y dominar. Sin permiso; la dominaba sin permiso, como estaba tan acostumbrado ya. Así que no podía alejarse de su lado: si aquello ocurriera tendría que aceptar el monstruo en el que se había convertido o, si quiera, admitir que estaba tan hecho jirones como Ofelia. Y no. Un hombre como él no podía estar partido; su identidad no era un castillo de naipes a punto de derrumbar.

—Eres como yo —se aventuró a espetar Ares aquella mañana, mientras se vestía para acudir a las filas. Ofelia se encogió, ofendida por aquellas palabras.

—No es verdad. Yo no he matado a nadie. —Pero Ares, lejos de sentirse ultrajado, sonrió.

—Eres el espejo en el que me veo reflejado todos y cada uno de mis días. —Miró hacia sus ojos, como buscando reforzar aquellas palabras.

¿Qué quería decir con aquello? ¿Era una declaración de sentimientos? El día anterior le había traído pastas dulces; había escuchado que eran caras y difíciles de conseguir. Ofelia solo le dijo «Echo de menos el café, y las pastas». Ares no respondió; en cambio, al día siguiente tuvo las pastas y una cafetera italiana, todavía vacía. ¿La quería o no? Aquello iba a hacerle perder la cabeza. Desde luego, no tenía la necesidad de consentirla; era ella quien estaba relegada a sus caprichos. Y aún así, le trajo aquel regalo.

Miró hacia aquellos ojos mostaza, indescifrables, y se perdió a sí misma. De nuevo, su cabeza explotó fuera del cuerpo. A su mente acudieron mejores imágenes; cuando vivía con mamá, iba a la escuela y la reñían por mascar chicle en clase. Luego no hubo clases, solo silencio. Y otra vez se vio a sí misma contemplándose a ambos: Ares y la triste Ofelia. ¿Debía, acaso, ahogarse en el cauce de un río?

—Ahogado en el cauce de un río —repitió sin venir a cuento. Aquello la hizo reconectar con su realidad: aquel cuerpo, sus propias manos, se le hicieron ajenas.

—¿Cómo? —quiso saber.

—Me dijo Drusilda que mi vida terminará contigo ahogado en el cauce de un río. Ya sabes que ve el futuro.

—Esa es la Ofelia de Hamlet —musitó—. Recuérdale a Drusilda de mi parte que la próxima vez no seré tan benevolente con su trabajo.
 
Ares abandonó la casa a paso tranquilo, mientras Ofelia se quedó mirando la mesa de la cocina en silencio. Quiso levantarse, pero sintió el cuerpo ausente; las piernas no le respondieron y los ojos estaban fijos en el vacío. «Te dejo», murmuró. «No te quiero. Te dejo». Pero aquello era mentira; pensaba en él como catalizador de cosas demasiado complicadas para articularlas en voz alta. Sin embargo, hablar podía ayudarla a ubicarse en aquella habitación con las paredes insufriblemente blancas.


Parte II: El amor de una bruja


Ofelia estaba triste, y aquello era algo para lo que la bruja Drusilda no terminaba de estar preparada. ¿Cómo alguien que era mes de marzo podía estar triste? Se suponía que era la fuerte, la líder. No un amasijo afligido. No un charco de lágrimas en el suelo. Ofelia estuvo mirando la taza de té sobre el hule de la mesa; del hule a la bebida, y viceversa. Las pupilas color arcilla parecían encontrar algo estimulante en los girasoles estampados, como si quisiera que crecieran fértiles sobre su iris. La aprendiz de bruja se preguntó, vagamente, con cuánta facilidad se podrían encontrar respuestas en las flores. Quizá era más sencillo que en los posos de té. Debía de probarlo, algún día.

—Es un monstruo —espetó Ofelia en referencia a Ares, con su frente arrugada. La boca fruncida, en una mueca que oscilaba entre el miedo y el asco. El brillo del desengaño en su rostro deslumbró cualquier palabra reconfortante que pudiera dedicarle Drusilda, así que guardó silencio, por si la calma era una solución plausible. Sí, lo fue.

—¿Qué vas a hacer? —la apremió, cuando la tensión de su tesitura se hizo insostenible. Ofelia arrugó su frente, otra vez, como si se hubiera olvidado de hablar. Drusilda continuó callada; había veces que la amargura se comía las palabras por lo que Ofelia necesitaba materializar la respuesta a aquella pregunta, qué le doliera. Entonces, y solo entonces, podría empezar a sanar.

—Dejarlo. —Suspiró. —Bueno, no sé si esa es la palabra indicada. En realidad, nunca tuvimos nada.

Ambas suspiraron. Ofelia tomó un trago del té. Drusilda se colocó a su lado, después se permitió dedicarle una mirada de arriba abajo. Había algo roto en ella y tenía miedo que jamás pudiera regresar a su origen. ¿Cuántos nudos se podían hacer a una cuerda llena de mellas antes de que quedara inservible? ¿Cuántas veces, después de rota, se podía seguir usando? Tenía su cabello lacio, castaño, recogido en una coleta alta. Los ojos de arcilla, mancillados y sin girasoles. La piel pálida, las mejillas sin lustre. La boca seca, blanca. Y las pestañas cortas y mojadas. Había lágrimas sin que realmente estuvieran. Había alguien, que era y no era. Su cuello largo, elegante, inclinado hacia abajo. Los huesos de la espalda se asomaban hipnóticos a través de su camiseta de tirantes. Drusilda quiso acariciarlos, pero no lo hizo.

—¿Ves esa separación de los posos de té? Están divididos, como hizo Moisés con las aguas. —Guardó silencio, para confirmar que aquella conversación no era unilateral. Ofelia asintió. —Indican como estás; partida. Aun así, eso no es lo único que me dicen. Después de la rotura, los pedacitos se prolongan hacia casi elevarse sobre las paredes de la taza; como la rosa que nace entre dos rocas. Hay gente, como tú, que ha nacido para sobresalir a pesar de estar en tierra árida.

Ofelia capturó su pupila, como si estuviera redescubriéndola por primera vez en mucho tiempo. Drusilda, eclipsada, quiso decirle lo mucho que la quería. Pero no. Callada, con la certeza de que no era a ella a quien miraba; sino al anhelo de la ausencia de Ares, se dejó hacer. Se dejó tocar, le entregó todo su amor como si fuera infinito. Podía tomar todo lo que quisiera de ella; a fin de cuentas, aquella rosa no solo necesitaba agua para crecer.

Lo primero que hizo fue darle un beso. Ofelia sintió ajena aquella boca sin barba, blanda y suave. Las manos suaves, también, que le acariciaron el cabello con ternura. En realidad, aquello fue como un descubrimiento; como si tuviera a su lado la teoría de la gravedad y no se hubiera dado cuenta. Qué bien se sintió el tacto Drusilda, dulce, recorriendo su espalda. En tan solo una caricia le quitó las prendas: quedó entonces vulnerable, escudada solo por sus huesos y piel. Supo que, hasta aquel instante, no se había sentido jamás tan auténtica. La mirada de Drusilda parecía capaz de atravesarle las entrañas hasta alcanzar su corazón. Llegó para quedarse viéndolo latir, recreándose en su desdicha como si quisiera alimentarse de ella.

La aprendiz de bruja estaba enamorada de la tristeza de Ofelia. Quería tomar a la muchacha para demostrarle que el destino no solo estaba escrito en las estrellas. Quería leerle la felicidad en los lunares de su estómago y después lamerla ahí abajo, hasta hacerle creer que nacieron constelaciones en el techo, lleno de grietas, de su habitación. Ofelia, por su parte, se dejó hacer. Tirada sobre el colchón, abierta de piernas, fue más libre de lo que jamás pudiera haber recordado. El egoísmo la hacía sentir empoderada, irracional y frenética. Lo quería todo para ella. Iba a tomar el placer y exprimirlo hasta perder la cordura: deseaba quedarse tan saciada que no hubiera espacio en su mente para experimentar la desazón.

Entonces, la puerta se abrió. Apareció Ares con su uniforme de militar. La mostaza de su iris recorrió la habitación de Drusilda como quien observa un cuadro costumbrista. Las vio tiradas en el colchón; tan crudas que se alejaban de la fantasía lésbica que tenía el hombre sobre la sexualidad de la mujer. Y le dio asco la forma que tenía Drusilda que acariciar el vientre hendido y moreno de su amiga. Le dieron repulsa los gemidos trémulos de Ofelia, que iban en busca de un anhelo que no llegaba nunca. Pero, por encima de todo, se sintió traicionado: su virilidad se puso en entredicho. Así que quiso castigarlas de alguna forma que le hiciera sentirse a él como sujeto de deseo y devolverles a ellas, en cambio, la condición de objeto de consumo. Alejó a Drusilda de un tirón de encima de Ofelia, para evitar que le revocaran su conquista. Él era el hombre blanco y Ofelia se había convertido en la nueva América. Iba a someterla bajo la mirada de la aprendiz de bruja, que no podría detenerlo.

Entonces fue cuando Ofelia tuvo una epifanía sobre su destino, que parecía estar ligado a una tragedia clásica. Ella era la amante de Hamlet; su futuro no estaba escrito ni en las estrellas, ni en sus lunares. Nació para servir a un hombre y morir por y para él. Iba a ser la Ofelia de alguien que la relegaría a un segundo lugar, donde sus deseos nunca formaron parte de la ecuación. Ares, por tanto, sería el señor de su guerra; de su destrucción y su cautiverio. Ella, como el resto de mujeres del mundo, no necesitaba acudir a ninguna cruzada, porque la tenía en su día a día. Quiso llorar al visualizarse como la concibió Shakespeare: ahogada en un lago. Toda una vida erigida con el propósito de ser un personaje prescindible.

En el marrón arcilla de sus ojos, crecieron girasoles. Ofelia quería diferenciarse de su yo vulnerable, que tanto había visto que pintaban en cuadros barrocos hundida bajo el mar. Así que tomó aire y le dijo que no. Hizo acopio de todas sus fuerzas para quitárselo de encima con una patada en el estómago. Ares, señor de lo belicista, emitió un quejido de dolor. Aprovechó entonces Drusilda para ponerse delante y escudar a su compañera. Ofelia tomó un jarrón lleno de agua y margaritas, que estampó en la cabeza de su Hamlet. Ya no más, quiso decirle con la boca cerrada.

Cayó el cuerpo al suelo, inerte. Tenía el cabello mojado, como si el destino quisiera mostrarles lo bonitos que se verían sus rizos húmedos sobre el cauce de un río. Y así lo imaginaron: sepultado donde nadie jamás lo pudiera encontrar. A aquel Ares, reencarnado en Hamlet, le había llegado su San Martín. Y Ofelia no tendría que sufrir las consecuencias de pertenecerle, como tanto ocurrió en historias pasadas. Lo que siempre había necesitado era reinventarse como alguien distinta: descubrir que en aquella ocasión no había sido ella la destinada a perecer bajo el mar.

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¿Cuánto tiempo ha pasado? Quiero preguntármelo, preguntártelo. Y, en cambio, no hago nada. ¿Sabes? Ese es precisamente mi problema; que, durante quizá demasiado tiempo, no hice nada. Y ahora solo pasan los días, y más días, mientras no paro de hacerme preguntas incómodas. ¿Sabes cuáles? Por supuesto que sí, porque soy muy predecible. ¿Qué habría pasado si hubiera cambiado algunas decisiones de mi pasado? Solo unas pocas. A veces, las cosas pequeñas marcan la diferencia. Seguramente no tendría la autoestima arrastrándose por los suelos. O a la incertidumbre llamando a mi puerta. O el miedo de no ser suficiente que, para variar, está acompañado por todos los errores que persiguen a cada momento.

Y no sabes lo duro que es todo esto. Darle vueltas a cada situación hipotética; buscarle los tres pies al gato. Cambiar el pasado es imposible, pero en mi mente lo hago una, y otra, y otra vez. Y aunque esté trillado decirlo, mi peor enemiga soy yo misma. Y, en frente de mí, están esas cosas que me dejé a medias que, aunque tengo ansias por alcanzar, parece que cada vez están más lejos. Mi mano quiere arrancar los logros de raíz. Los logros son flores amarillas, creciendo entre las grietas del suelo.

El otro día lo estuve pensando, mientras estiraba algunas plantas del asfalto de la gasolinera. Había algunas, con las raíces gruesas, que no cedían cuando las arrastraba fuera. En cambio, otras se resistían. Era una resistencia breve, apenas perceptible, pero permanecía como un eco cuando terminaba de destruirlas. Y yo empecé a sentirme como ellas. Algunas veces peleando con todas mis fuerzas, aunque en vano. Otras dejándome llevar y aceptando mi destino. Sin embargo, a pesar de todo quiero imaginarme como alguien que crece sobre el cemento.

Cerrar los ciclos es complicado. A cada paso que doy, llegan también los imprevistos. Y me siento extraña con los imprevistos: como si fuera un castillo de naipes y, cuando cae una de las cartas, lo hicieran las demás. Quiero ser resistencia silenciosa, y continuar inexorable hacia mi meta. Pero es difícil, y me faltan fuerzas. Llevo dos semanas en las que no digiero bien la comida; todo se revuelve en mis intestinos. También me inundan las ganas de llorar que, además, están acompañadas por polillas en el estómago.

Tengo que confesarte que una parte de mí siente que todo esto es culpa mía. Que en mi cabeza me hice el cuento de la lechera. Que ya no tengo más cosas por abarcar. Que me conforme con lo que hay. Pero no quiero. Soy muy terca, ¿sabes? Y no quiero. Mis propósitos, mis metas, me dan fuerzas a seguir. Sin ellos, me siento vacía. Rota. Sin fuerzas. Ahora mismo, de hecho, estoy en una pelea constante por no quedarme en la cama. No más. No quiero volver a lo mismo otra vez. Y siento que si me conformo con esto estoy vaciándome por dentro. Pero es tan difícil de explicar que creo que no voy a molestarme en hacerlo. Espero que me entiendas, porque me va a ayudar a sentirme menos sola. A veces, la debilidad es también símbolo de resistencia. Ninguna de las flores que arranqué querían morir y, aunque algunas aceptaron su destino, otras seguirán creciendo sobre las grietas del suelo.

Crónicas de la bruja Amaranta

Amaranta fue devorada en un hospital. Nació el veintiocho de diciembre, el día de los inocentes, y hacía mucho frío. Aquella desgarradora madrugada, Romina, su futura mamá, olisqueó las habitaciones de natalidad en busca de sangre. «La maternidad y la sangre siempre fueron lo mismo, porque la vida se erige a través de nuestro dolor», susurró a Amaranta cuando alcanzó la edad de seis años. Aquella frase, que hasta pasado mucho tiempo no llegó a comprender, terminó calando hondo dentro de ella. Romina, como buena bruja malvada, devoró a la recién nacida, que descansaba inerte en su incubadora. Años después se lo confesó, le dijo «Te vi en el hospital y tu corazón no latía. Eras calva, roja y parecías un saco de huesos, así que me resultó sencillo engullirte en tan solo un bocado. Te llevé en mi panza desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche. Después, tu corazón volvió a funcionar. Te devolví la vida en un parto como los de antaño y tú llorabas como si buscaras aferrarte a algo pero no sabías a qué».

Pasados muchos años, Romina explicó a su hija Amaranta que si deseaba convertirse también en bruja, no iba a poder ser madre a la antigua usanza. «El castigo que recibimos las mujeres al abrazar el don de la magia nos arrebata nuestra feminidad», le susurró en el oído, porque era un secreto. «Y nos volvemos viejas, feas, y poco deseables. Y nos crecen verrugas y canas». «Pero a mí me gustan las canas, mamá. Resplandecen como la plata a la luz del sol», le increpó la pequeña Amaranta. «La sangre se escurre de nuestros cuerpos, así que no podemos concebir. Y la única forma de hacerlo es alimentarnos de la sangre de otra, de la vida de otra. Así fue como te di a luz». «¿Y eso por qué sucede, mamá?». «Hay gente que afirma que fue una maldición de los Dioses, porque fuimos quienes trajimos los milagros de la medicina. Decían que, además, embaucábamos a los hombres para arrebatarles el raciocinio, por eso contra más poder reside en nosotras, nos volvemos más feas». A pesar de aquella confesión de su madre, tomó la determinación de abrazar el don de la magia sin ningún tipo de temor a sus consecuencias.

☽●☾

Amaranta había descrito su transformación en bruja malvada como un cuento para asustar a los niños y las niñas. Empezaba con «Érase una vez» y proyectaba todas las ideas que tenía sobre lo maravilloso que era ser vieja y fea. Cada vez que se miraba en el espejo, en lugar de ver su rostro, parecía que estaba frente al de mamá. Su cabello, negro como el tizón, adquirió el blanco azulado de la vejez. Como mamá. Sus ojos —negros como el tizón, también— se volvieron inútiles. ¿Cómo los de mamá? No lo sabía. Suponía que sí, puesto que la magia alejaba la realidad hasta deformarla. Y aquello era como ser ciega, ¿verdad? Así que solo podía percibir las auras de las personas, el olor de las galletas y el espacio que ocupaban los elementos de la estancia. Sin embargo, como buena bruja, era capaz de disimular para que no lo descubrieran.

Las arrugas de su frente hacían que su piel recordara a una vela encendida, con la cera muy gastada. Sus dientes eran afilados y blancos. Sus manos delgadas y huesudas. Su nariz tenía una verruga. Como mamá. Como mamá. Como mamá. Ella era hermosa, porque recordaba a mamá. Y aquello, desde luego, era el mejor regalo del mundo. Aunque antaño fue bonita; con la piel tersa, el cabello largo y liso, los ojos redondos y llenos de preguntas… Ahora era no-joven. No-bonita. Pero, por encima de todo, se sentía libre. Triste y libre. Más libre que triste, aunque triste a fin de cuentas.

A veces, fumaba peyote porque tenía la capacidad de hacerla viajar a otros lugares que la empujaban a sentirse como si fuera otra persona. Aquello la hacía feliz, porque era capaz de hacerle olvidar la pérdida de Romina. Solía inhalarlo en pipa, tumbada en su sofá de estampado morado. Se quedaba, entonces, mirando hacia las grietas del techo mientras intentaba crear figuras a través de ellas. Imaginaba a un perro. Después era un perro que hablaba con gafas de sol. Más tarde, era un perro que hablaba con gafas de sol, uniforme de policía y que montaba sobre un vehículo deslizante. Hasta que, de repente, todo se volvía negro.

☽●☾

Mamá se marchó una madrugada en la que Amaranta no podía dormir; quizá porque sus dotes mágicos la avisaron, tratando de anticipar la tragedia. Escuchó ruidos en su habitación, así que acudió a rescatarla como si se tratara de la princesa cautiva de un cuento. Pero, cuando destapó las sábanas, estaban vacías. Así que se quedó durante unos instantes frente al colchón vacío, de la cama vacía. Y vacía se sintió ella, también, porque aquello fue como si se hubieran secado todos los órganos de su cuerpo. La bruja Amaranta, ahora era una cáscara de la bruja Amaranta. Le habría gustado llorar, romper la almohada, quemar su hogar. Quería, desde luego, hacer algo. O que el tiempo se detuviera en aquel instante, porque la experiencia le había enseñado que los sucesos traumáticos congelaban las cosas. Pero no ocurrió. Así pues, el castigo de la Bruja Amaranta llegó con el inexorable paso de los días, de las horas, en un mundo donde nadie, a parte de ella, recordaría la imagen de mamá. Bajo las mantas encontró un montón de plumas de pato, así que tuvo el impulso de creer que su madre se convirtió en ave para salir volando por la ventana que, efectivamente, estaba abierta.

En alguna ocasión pensó que la había abandonado, aunque después llegó a la conclusión de que era imposible. ¿Cómo iba a dejarla sola mamá, cuando le dijo que era la luz de sus ojos? Si le preparaba galletas de chocolate era porque la quería, y lo que el azúcar unía, nadie lo podría separar jamás.

Tras la desaparición de mamá, Amaranta empezó a heredar su magia. Su cabello se hizo blanco como la cal, sus ojos se volvieron opacos y su rostro se convirtió en el de una anciana. Sabía que había sucedido por la tristeza, que tenía el poder de convertir a las brujas en desgracia. La mayoría de ellas eran viejas porque la desdicha las había llenado de agujeros. Sin embargo, a Amaranta no le importó; de hecho, incluso le gustaba. Se miraba en el espejo para admirar su cara de bruja malvada, y su verruga, y sus arrugas, y sus uñas largas y afiladas. Ahora era una villana completa. Y, como villana completa, no podía ser feliz.

☽●☾

En la nueva ciudad, plagada de tecnología, las mujeres ya no daban a luz como antaño. Ahora se pedían los bebés por encargo en las incubadoras del hospital, de modo que la sangre ya no ocupaba un papel fundamental en el embarazo. Amaranta estaba muy asustada por aquello, porque pensaba que los dispositivos electrónicos habían dejado fuera de lugar a la magia y, como consecuencia, ella y todas las brujas iban a desaparecer de la faz de la tierra. Por eso, daba clases sobre hierbas medicinales en su casa, a la par que intentaba educar a las mujeres sobre la importancia del sacrificio de la sangre.

Mira, una de sus alumnas predilectas, había acudido aquella tarde con Axel, su pareja, a que le hiciera una tirada de Tarot. Se había quedado embarazada por el método tradicional, a pesar de los intentos de Axel por hacerla cambiar de opinión. De hecho, a Axel no le agradaba Amaranta en absoluto; podía verlo en su aura, que pasaba a oscurecerse cada vez que estaba cerca de ella. De la misma forma, Axel tampoco podía entender la implicación que tenía Mira por sufrir un embarazo, cuando podía ahorrarse todo el dolor y riesgos médicos mediante el uso de la incubadora. «Las mujeres somos creadoras de vida y debemos de experimentarlo en nuestras carnes. La naturaleza nos pertenece y no debemos de profanarla. Es una aberración que una máquina tenga a nuestro bebé en lugar de nosotras», espetó Mira, como si estuviera haciéndole un reproche a sus pensamientos.

El estómago de Mira había crecido como un globo, le llegaron las náuseas, los antojos y, en última instancia, las pataditas del futuro bebé, Elías. Axel solía poner su mano sobre su vientre hinchado, buscando conectarse con él. Le gustaba regalar palabras de cariño, mientras besaba la piel del estómago de Mira, que de contener a Elías parecía dada de sí. En ocasiones, Axel tenía pesadillas en las que se abría una brecha en la redondez de su amada, que la engullía a ella y al feto.

La puerta de entrada de la casa de Amaranta tenía la estatua de la diosa Hécate en un relieve de madera. Aquellos seis ojos, de las tres cabezas, parecían observar cada uno de sus movimientos como si buscaran proteger la entrada del hogar. Mira colocó su mano derecha sobre una de las cabezas de la diosa, después le susurró a Axel «Ella nos representa a nosotras, las mujeres». Axel guardó silencio, mientras sopesaba qué relación habría entre la feminidad y aquellos rostros.

Entraron a la casa de la bruja, que olía a sándalo. Estaba repleta de piedras mágicas, además de otros objetos que Axel no supo identificar. Tenía un péndulo de cuarzo rosa, una bola de cristal y diferentes barajas de cartas con poder para la adivinación. Amaranta les recibió con una sonrisa bajo sus diminutos ojos grises, enmarcados por unas gafas de media luna. Tenía el cabello cano, prácticamente blanco, con matices que variaban entre el violeta y el azul. Sobre su cabeza llevaba un sombrero de bruja hecho de papel de aluminio. Mira censuró a Axel, por miedo a que se riera de aquel extraño accesorio.

—¡Muchas gracias por invitarnos! Teníamos ganas de visitarte —empezó a hablar Mira, con genuina emoción. Axel decidió no comentar nada al respecto. —Como ya sabrás, me he quedado embarazada por el método tradicional y quería asegurarme de que todo está marchando bien con mi futuro bebé.

Amaranta asintió, antes de animarse a hablar.

—En primer lugar, me gustaría que antes de que empecemos con la sesión de Tarot me hagáis un favor. Tenéis que dejar cualquier artilugio electrónico que llevéis encima en esta caja. Antes de iros, os traeré la caja de vuelta. —Tomó aire. —Espero que me disculpéis, pero las ondas electromagnéticas me consumen como el aceite de un candelabro. Y me pongo enferma. El electromagnetismo es incompatible con la magia.

Mira asintió, después colocó su teléfono móvil dentro de aquella caja, que estaba hecha de metal. Axel imitó a la futura mamá de su hijo. Tras aquello, Amaranta les dirigió a un comedor con la mesa redonda, cubierta con un mantel con dibujos de constelaciones del horóscopo. Sacó su Tarot del bolsillo, encendió una vela blanca y volvió a sonreírles.

Lo cierto era que, desde que la tecnología había ocupado un lugar tan importante en la ciudad, Amaranta se había ido sintiendo más enferma. Pensaba que tenía alergia a las ondas, porque eran incompatibles con su poder arcano. Por eso solía pasearse con su sombrero de papel albal en la cabeza, ya que desviaba los rayos lejos de su cerebro.

—¿Cuál era el motivo principal de vuestra consulta?

—Me gustaría saber el sexo del bebé, y el color de sus ojos. También quiero saber si nacerá sano y si será feliz. —La emoción vibraba en la voz de la futura mamá de Elías.

Amaranta guardó silencio y se puso a repartir las cartas sobre el tapete de la mesa; las colocó en forma de cruz, siguiendo el órden de las agujas de un reloj. Mira reconoció la Rueda de la Fortuna, el Carro, la Sacerdotisa y la Templanza como los arcanos mayores. El resto de cartas fueron un Dos de Copas y el Rey de Oros. De todas ellas, la que le pareció más bonita fue la de la Sacerdotisa. Representaba al número dos de la baraja y aquello, evidentemente, era bastante revelador. El número dos como sinónimo de un segundo lugar. ¿Segunda en qué? En la vida, tal vez. Las cualidades de Mira nunca habían destacado en particular y siempre tenía la sensación de que había alguien dispuesto a ensombrecer su brillo. Segunda, también, por lo que implicaba ser mujer. Nosotras éramos la otredad. Mientras que el estándar —lo primero—, siempre fue lo masculino. Así que teníamos que seguir los pasos de un sendero que jamás pudimos escoger, que nos impusieron.

Mira también pensó en que había otras connotaciones en aquel arcano. El conocimiento desde la practicidad, que terminaba originándose en su misma esencia; innato. La plenitud del universo tampoco podía escapar a la sabiduría de la Sacerdotisa que, encerrada en un palacio, había desentrañado el significado del mundo sin tan siquiera haberlo podido visitar. Y así se sentía Mira: como un pájaro cautivo. Ella, igual que muchas de nosotras, tuvo que aceptar el rol de la contemplación.

—¿Qué te pasa? Te noto dispersa —le increpó Amaranta.

—Nada, es solo que a veces me da la sensación de que puedo saborear las cartas. La Sacerdotisa tiene un deje a clorofila y la Templanza sabe a mar.

—Eso te sucede porque tienes el don de la videncia. —Amaranta sonrió. —La Triple Diosa nos lo regaló a todas nosotras. Sin embargo, todos los dones acarrean envidias y maldiciones. Por eso, como a la Sacerdotisa de la baraja, nos quisieron arrebatar la habitación propia.

Tras aquello, empezó a hablar de lo que veían sus ojos sobre el futuro del pequeño Elías. Les dijo que sería un niño metódico, con la cabeza cuadrada, y de ojos azules. Les dijo, además, que tendría todos los dones que le había otorgado el Tarot al segundo arcano pero luciendo el tan deseado primer puesto, que solo podría serle otorgado por la masculinidad. Después les habló de que la Templanza lo bendijo con autocontrol y equilibrio. En él iba a residir la dualidad de pisar con uno de sus pies tierra firme mientras, con el otro, acariciaría el mar de la costa. Su Elías estaba capacitado para darlo todo; el frío y el calor. Sin embargo, habría un momento en la vida de Elías en el que su preciado equilibrio se difuminaría; por eso estaba ahí el Carro. Era un arcano que se posó al revés, para delatar un desequilibrio entre las fuerzas físicas y materiales.

—Elías está maldito —determinó la bruja—. Elías, como mucha gente con un don, nacerá maldito. Cuando llegue a su edad adulta, como estaba leyendo en el Carro, se congelará. Como sucede aquí, en la ciudad, que estamos todos muertos. Perderá su talento hasta convertirse en un bloque de hielo.

☽●☾

Desde aquella visita, Amaranta no paraba de tener revelaciones respecto al bebé. A pesar de que jamás iba a ser madre, la magia le recordaba todas las madrugadas cada uno de los achaques que vivían las mujeres antes del parto. Pasados varios meses, tuvo una de las visiones que más la sorprendió en su larga vida. Todas las brujas sabían que el fruto de su poder trascendía más allá de la carne y residía a través de su feminidad. Por tanto, todas las brujas debían de ser mujeres para terminar interconectadas. Así pues, no la sorprendió el hecho de que, en uno de sus viajes astrales, viviera un nuevo parto. Podía presenciar su tripa redonda, tensa. Y experimentar los antojos a chocolate y la pesadez de pies. Sabía quién era, puesto que una parte de ella empezó a sentir que existía un hilo invisible que la unía irrevocablemente a Mira. Por ello, determinó que el universo engarzaba a las personas como si fueran las piezas de un intrincado rompecabezas que, una vez terminado, podía cobrar sentido.

Entonces, sintió cómo se removían sus entrañas, como si trataran de decirle algo. La boca le sabía a menta y su corazón se volvió hiel. Y lo supo. Tuvo toda la certeza del mundo de la maldición de Elías. Aquella visión, seguida por aquel aroma profundo a madera húmeda, le caló desde dentro. Así que derramó lágrimas con la evidencia de que tanto Mira como ella eran la misma persona; alguien que claudicaría en la desgracia. Malditas estaban ambas, y su descendencia debía de heredar la ponzoña.

Sin embargo, quisieron posponer lo inevitable. Por ello, abrazaron con todo el cariño del mundo aquel vientre inflado, con el único consuelo de que mientras lo aguardaran en su interior estaría alejado del dolor. No obstante, cuando llegaron las contracciones y el agua llovió entre sus piernas, erosionaron también sus ojos. Lloraba la vagina de la misma forma que lo hacía el resto de su cuerpo; con sus lágrimas, con su sudor, y con sus babas. El agua corrió hacia fuera en un llanto desgarrador, que buscaba sobreponerse al destino. Aceptaron, entonces, la epidural y empujaron con fuerza tratando de sentirse lo menos culpables posibles porque aquella vida, que acababa de eclosionar, perdiera el delicado vínculo en su ombligo.

☽●☾

Aquella mañana, amaneció Amaranta con el desenlace del cuento en la cabeza pero, por desgracia, no iba a terminar con un «Vivieron felices y comieron perdices». Evocó a Mira como protagonista y a ella misma como su mejor amiga, tomándola de la mano. Las imaginó a ambas lidiando batallas contra dragones para romper todos y cada uno de los hechizos del reino. Sin embargo, aunque la ciudad en la que vivían estuviera congelada, su magia no iba a obrar suficiente fuerza como para romper con aquellos grilletes. De hecho, tampoco iban a apoyarla a ella, una bruja a la antigua usanza, a la hora de liderar la batalla. La gente quería a princesas jóvenes y guapas; sin celulitis, delgadas, y con toda la inocencia y promesas intactas. Mientras que ella, en cambio, era huérfana. Estaba malograda por una vida que la convirtió en fea. Y le gustaba ser fea, se lo repetía a menudo.

Acudió a la habitación de su madre para regodearse en su ausencia y se encontró con que sobre la colcha de la cama había un huevo de pato. Era redondo, blanco. Brillaba tanto que, durante unos instantes, creyó que estaba recubierto de plata. «¡Mamá!», gritó como la niña perdida que era. «Por favor, dime que eres tú quien está aquí dentro». Pero Romina no respondió porque, evidentemente, todavía no había eclosionado. Además, los patos no hablaban. «Ha nacido el bebé de Mira, y está maldito. Él es el destinado a liberar esta ciudad del hielo, pero no va a poder hacerlo. Y yo, con estas manos arrugadas, con estos labios finos, pálidos. Con estos ojos inútiles. Toda yo, no sirvo para prestarle ayuda». Hizo acopio de sus fuerzas para no ponerse a llorar, porque no quería quedar en evidencia delante de su madre.

Con la ilusión renovada, decidió acudir al hospital con Romina metida dentro de su bolso. En la recepción fue atendida por una chica joven, vestida de un blanco aséptico y con una cofia en su cabeza. Tenía los ojos del marrón de un roble, las pestañas tan largas que parecían infinitas, los labios rojos como manzanas. Le sonrió despacio, con miedo a asustarla por sus dientes afilados. Le preguntó por Mira, aunque sin saber su apellido no iba a llegar a ningún sitio. Sin embargo, Axel apareció tras ella, seguido por el olor a cigarro. «Buenas tardes, cuánto tiempo», saludó Amaranta. «Vengo a ver a Mira, sé que debe de estar ya ingresada en la planta de maternidad. ¿Qué tal está el bebé?». Axel, en respuesta, le regaló una sonrisa seca que incluso Amaranta, con sus dones de adivinación, no pudo descifrar. «Ven conmigo».

Llegaron a la habitación veintiocho, donde Mira descansaba con gesto agotado, pero satisfecho. Entonces, Amaranta se acercó a ella con el ansia de confiarle el secreto más preciado del mundo.

—Mi madre ha vuelto a verme, y es la prueba de que los milagros existen. Así que quizá pueda haber esperanza para el pequeño Elías. —Le mostró el huevo de pato, que brillaba como si fuera mágico bajo las luces del flexo del hospital.

—Eso es un huevo, no un milagro —le reconvino Mira, más desorientada que cualquier cosa.

—No es verdad, es mi madre Romina que desapareció dejando plumas de pato y, ahora, regresa como su victoria contra la muerte. Con razón me confesó que las brujas éramos inmortales.

Y aquello era cierto. No había mayor prueba de vida que la existencia misma de los huevos: dentro de su cáscara contenían una sustancia que parecía inocua, muerta, pero en cambio de su interior resurgía una nueva vida. Los huevos eran la evidencia más clara de ganar una batalla contra la muerte; del paso del frío del invierno al calor de los rayos del sol.

—Creo que no te sigo, y tampoco entiendo lo que propones, Amaranta.

La bruja malvada Amaranta usó la magia en sus ojos inútiles para sopesar el cuerpo cansado de Mira. Primero, contempló su cabello carente de brillo, después la palidez de su rostro y, en último lugar, valoró lo opacas que tenía sus pupilas. La sangre de aquel embarazo le había arrebatado gran parte de su esencia; era como si aquel bebé hubiera robado la mitad de la vida que le restaba a su madre. Y así iba a suceder por los siglos de los siglos, porque aquella era una de muchas de las penitencias que pagábamos las mujeres.

—Pienso que Romina, cuando nazca, va a apadrinar al pequeño Elías para enseñarle cómo combatir su maldición helada. Creo que, a veces, estar maldito o vivir en desgracia es la consecuencia de ser incomprendido por aquello que nos rodea. Y, en última instancia, pienso que tu bebé va a ser un alma que ha nacido para marcar un hito en la forma tan fea que tiene el mundo de ver a las brujas.

—¿Será él quien nos dé voz?

—El primer paso para cambiar las cosas es que quienes construyeron nuestra penitencia reconozcan que estamos presas.

Ambas se giraron hacia Axel, que guardaba silencio. De fondo, escucharon el llanto del pequeño Elías, en un reclamo de atención que rompió la complicidad que durante siglos habían construido todas y cada una de las mujeres.

Historia de vida

Desde el momento en el que nací, ser mujer fue un factor de riesgo. Mi madre, otra mujer, a sus treinta años se vio en la tesitura de tener que cuidar sola a una recién nacida, porque su marido decidió abandonarla por una chica más joven y menos embarazada que ella. Tuvo que hacer de tripas corazón y tirar para adelante buscando un empleo —mal pagado, porque mi padre no la dejó formarse o trabajar hasta aquel momento— para poder mantenernos a las dos. En su lucha tuvo que lidiar con comentarios horrendos «Es una puta, por eso se ha quedado sola», que a lo largo de toda mi infancia yo también tuve que escuchar. Así que crecí con mi madre y mi vecina, quienes me dieron todo el cariño del mundo.

A pesar de que me dijeran que mi familia estaba rota y que mi padre no me quería, jamás me importó. Había otras cosas que acaparaban más mi atención: como el bullying que viví en el colegio, o el absoluto rechazo de toda mi familia paterna. Cuando visitaba a la yaya de mi papá, solo recibía comentarios hirientes alrededor de mi aspecto y mi inteligencia, mientras se cuestionaban si era bueno que hubiera nacido. A raíz de todo aquello, recuerdo que solía pensar cuál era mi motivo para estar en este mundo: por un lado, había arruinado la vida de mi madre porque se tenía que desvivir trabajando muchas horas para mantenernos y, por otro lado, no tenía un círculo social sólido de amigos que me hicieran sentir parte de algo. Así que la palabra «Carga» giraba una, y otra, y otra vez dentro de mi cabeza.

Tampoco era una chica lista, ni trabajadora, ni tan siquiera guapa. Era —soy— María. Torpe, nerviosa, preguntona y, sobre todo, ausente. Estaba, pero no estaba. Me quedaba durante largos ratos imaginando figuras en el techo de mi cuarto, donde pasaba quizá demasiado tiempo porque las obligaciones de mi madre y mi vecina las dejaban sin espacio para llevarme al parque a jugar. A veces escribía o hacía dibujos de mis historias. Contaba cuentos donde las princesas tenían superpoderes y podían volar. Siempre me gustó escribir: imaginar fue mi herramienta estrella en aquella etapa tan solitaria.

Después, llegó la adolescencia y, con ella, el instituto. Soñaba con ir al instituto para usar las taquillas, como hacían las adolescentes de Disney Channel. Quería ser una diva del pop, con magia y mucha purpurina. Sin embargo, aquello resultó una fantasía y el instituto terminó por romperme. El bullying se incrementó: me pegaban palizas al salir de clase y mi madre, en vista de no encontrar una solución a la situación, tuvo que cambiarme de centro de estudios. Pero como estaba maldita, mis nuevos compañeros también me desplazaron.

Creo que aquel fue mi punto de inflexión. «Soy diferente», pensé. «María, eres diferente y lo notan los demás». «Estás maldita, así que debes abrazar tu desazón». Y lo hice. Tras un año desastroso de Tercero de la ESO, en el que repetí curso porque tenía fobia por ir a clase, amanecí como una persona nueva. Recuerdo que me teñí el pelo de rojo, para parecer una sirena, y me hice el eyeliner de Marilyn Monroe. Me sentía cansada, enfurecida, apática y más cosas. A menudo experimentaba emociones contradictorias. Aquel año también me aislé de la mayoría de compañeros de clase y me centré únicamente en escribir. Para mí, las palabras son un puente hacia otras personas. Al escribir, estás regalando a los demás un pedacito de ti que, si aceptan tomar, les hará verse como alguien distinto. No hay nada que leas que no te cambie, de igual forma que no hay nada que escribas que te haga ser la misma persona.

Para concluir con esta historia, solo me queda exponer los últimos años, que fueron también los más dolorosos. Conocí a un chico que pensaba que era el amor de mi vida, pero no. Su nombre era David y por aquel entonces los dos teníamos diecisiete años. Quise a David más que a mi propia vida, y tal vez aquello fue uno de los principales problemas. Como dije al principio, ser mujer es siempre un factor de riesgo. En primer lugar, porque ser mujer implica estar expuesta a muchas cosas; entre ellas, al excesivo juicio de los demás sobre ti. A mí me juzgaron al nacer, en el colegio y en los dos institutos. Me juzgó también la familia de mi padre y la mayor parte de vecinos del pueblo en el que vivo. Y eso solo me rompió. Me hizo débil, insegura y dependiente. Me hizo dudar de mis capacidades, de mi inteligencia y, por encima de todo, destruyó mi autoestima.

Así que ¿Cómo no iba a querer más a David que a mí misma, si en el fondo yo nunca me había querido? Mi existencia se basaba en la aceptación de ser un absoluto fracaso y, por tanto, mi vida no debía de centrarse en mí. Estuve durante nueve años de novia con David; nueve años de maltrato y otro tipo de vejaciones. Cuando conseguí salir de aquella relación, el psicólogo de la Seguridad Social me derivó a La Casa de la Dona, donde no asistí por miedo a quedar en evidencia. Aquel lapso de tiempo fue un agujero negro: el tráuma me impidie recordar —incluso a día de hoy— gran parte de las cosas que me sucedieron. Sé que inicié mis estudios de Filología Hispánica porque amo el mundo de las palabras. Y también sé que conocí a personas maravillosas que me dieron el último empujón para salir del pozo.

Durante el proceso de escapar de aquella etapa, estudié el Grado Superior de Promoción de Igualdad de Género, porque era algo que me motivaba para salir de la cama. Y ahora estudio Integración Social porque tengo la vocación de ayudar a las personas. De la misma forma que escribir es construir un puente con los demás, prestarles ayuda sirve para que los demás construyan su puente con el mundo. Y, para ser sincera, a mí los puentes me gustan mucho; a lo mejor debí ser arquitecta.
 
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