Crónicas de la bruja Amaranta

Amaranta fue devorada en un hospital. Nació el veintiocho de diciembre, el día de los inocentes, y hacía mucho frío. Aquella desgarradora madrugada, Romina, su futura mamá, olisqueó las habitaciones de natalidad en busca de sangre. «La maternidad y la sangre siempre fueron lo mismo, porque la vida se erige a través de nuestro dolor», susurró a Amaranta cuando alcanzó la edad de seis años. Aquella frase, que hasta pasado mucho tiempo no llegó a comprender, terminó calando hondo dentro de ella. Romina, como buena bruja malvada, devoró a la recién nacida, que descansaba inerte en su incubadora. Años después se lo confesó, le dijo «Te vi en el hospital y tu corazón no latía. Eras calva, roja y parecías un saco de huesos, así que me resultó sencillo engullirte en tan solo un bocado. Te llevé en mi panza desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche. Después, tu corazón volvió a funcionar. Te devolví la vida en un parto como los de antaño y tú llorabas como si buscaras aferrarte a algo pero no sabías a qué».

Pasados muchos años, Romina explicó a su hija Amaranta que si deseaba convertirse también en bruja, no iba a poder ser madre a la antigua usanza. «El castigo que recibimos las mujeres al abrazar el don de la magia nos arrebata nuestra feminidad», le susurró en el oído, porque era un secreto. «Y nos volvemos viejas, feas, y poco deseables. Y nos crecen verrugas y canas». «Pero a mí me gustan las canas, mamá. Resplandecen como la plata a la luz del sol», le increpó la pequeña Amaranta. «La sangre se escurre de nuestros cuerpos, así que no podemos concebir. Y la única forma de hacerlo es alimentarnos de la sangre de otra, de la vida de otra. Así fue como te di a luz». «¿Y eso por qué sucede, mamá?». «Hay gente que afirma que fue una maldición de los Dioses, porque fuimos quienes trajimos los milagros de la medicina. Decían que, además, embaucábamos a los hombres para arrebatarles el raciocinio, por eso contra más poder reside en nosotras, nos volvemos más feas». A pesar de aquella confesión de su madre, tomó la determinación de abrazar el don de la magia sin ningún tipo de temor a sus consecuencias.

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Amaranta había descrito su transformación en bruja malvada como un cuento para asustar a los niños y las niñas. Empezaba con «Érase una vez» y proyectaba todas las ideas que tenía sobre lo maravilloso que era ser vieja y fea. Cada vez que se miraba en el espejo, en lugar de ver su rostro, parecía que estaba frente al de mamá. Su cabello, negro como el tizón, adquirió el blanco azulado de la vejez. Como mamá. Sus ojos —negros como el tizón, también— se volvieron inútiles. ¿Cómo los de mamá? No lo sabía. Suponía que sí, puesto que la magia alejaba la realidad hasta deformarla. Y aquello era como ser ciega, ¿verdad? Así que solo podía percibir las auras de las personas, el olor de las galletas y el espacio que ocupaban los elementos de la estancia. Sin embargo, como buena bruja, era capaz de disimular para que no lo descubrieran.

Las arrugas de su frente hacían que su piel recordara a una vela encendida, con la cera muy gastada. Sus dientes eran afilados y blancos. Sus manos delgadas y huesudas. Su nariz tenía una verruga. Como mamá. Como mamá. Como mamá. Ella era hermosa, porque recordaba a mamá. Y aquello, desde luego, era el mejor regalo del mundo. Aunque antaño fue bonita; con la piel tersa, el cabello largo y liso, los ojos redondos y llenos de preguntas… Ahora era no-joven. No-bonita. Pero, por encima de todo, se sentía libre. Triste y libre. Más libre que triste, aunque triste a fin de cuentas.

A veces, fumaba peyote porque tenía la capacidad de hacerla viajar a otros lugares que la empujaban a sentirse como si fuera otra persona. Aquello la hacía feliz, porque era capaz de hacerle olvidar la pérdida de Romina. Solía inhalarlo en pipa, tumbada en su sofá de estampado morado. Se quedaba, entonces, mirando hacia las grietas del techo mientras intentaba crear figuras a través de ellas. Imaginaba a un perro. Después era un perro que hablaba con gafas de sol. Más tarde, era un perro que hablaba con gafas de sol, uniforme de policía y que montaba sobre un vehículo deslizante. Hasta que, de repente, todo se volvía negro.

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Mamá se marchó una madrugada en la que Amaranta no podía dormir; quizá porque sus dotes mágicos la avisaron, tratando de anticipar la tragedia. Escuchó ruidos en su habitación, así que acudió a rescatarla como si se tratara de la princesa cautiva de un cuento. Pero, cuando destapó las sábanas, estaban vacías. Así que se quedó durante unos instantes frente al colchón vacío, de la cama vacía. Y vacía se sintió ella, también, porque aquello fue como si se hubieran secado todos los órganos de su cuerpo. La bruja Amaranta, ahora era una cáscara de la bruja Amaranta. Le habría gustado llorar, romper la almohada, quemar su hogar. Quería, desde luego, hacer algo. O que el tiempo se detuviera en aquel instante, porque la experiencia le había enseñado que los sucesos traumáticos congelaban las cosas. Pero no ocurrió. Así pues, el castigo de la Bruja Amaranta llegó con el inexorable paso de los días, de las horas, en un mundo donde nadie, a parte de ella, recordaría la imagen de mamá. Bajo las mantas encontró un montón de plumas de pato, así que tuvo el impulso de creer que su madre se convirtió en ave para salir volando por la ventana que, efectivamente, estaba abierta.

En alguna ocasión pensó que la había abandonado, aunque después llegó a la conclusión de que era imposible. ¿Cómo iba a dejarla sola mamá, cuando le dijo que era la luz de sus ojos? Si le preparaba galletas de chocolate era porque la quería, y lo que el azúcar unía, nadie lo podría separar jamás.

Tras la desaparición de mamá, Amaranta empezó a heredar su magia. Su cabello se hizo blanco como la cal, sus ojos se volvieron opacos y su rostro se convirtió en el de una anciana. Sabía que había sucedido por la tristeza, que tenía el poder de convertir a las brujas en desgracia. La mayoría de ellas eran viejas porque la desdicha las había llenado de agujeros. Sin embargo, a Amaranta no le importó; de hecho, incluso le gustaba. Se miraba en el espejo para admirar su cara de bruja malvada, y su verruga, y sus arrugas, y sus uñas largas y afiladas. Ahora era una villana completa. Y, como villana completa, no podía ser feliz.

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En la nueva ciudad, plagada de tecnología, las mujeres ya no daban a luz como antaño. Ahora se pedían los bebés por encargo en las incubadoras del hospital, de modo que la sangre ya no ocupaba un papel fundamental en el embarazo. Amaranta estaba muy asustada por aquello, porque pensaba que los dispositivos electrónicos habían dejado fuera de lugar a la magia y, como consecuencia, ella y todas las brujas iban a desaparecer de la faz de la tierra. Por eso, daba clases sobre hierbas medicinales en su casa, a la par que intentaba educar a las mujeres sobre la importancia del sacrificio de la sangre.

Mira, una de sus alumnas predilectas, había acudido aquella tarde con Axel, su pareja, a que le hiciera una tirada de Tarot. Se había quedado embarazada por el método tradicional, a pesar de los intentos de Axel por hacerla cambiar de opinión. De hecho, a Axel no le agradaba Amaranta en absoluto; podía verlo en su aura, que pasaba a oscurecerse cada vez que estaba cerca de ella. De la misma forma, Axel tampoco podía entender la implicación que tenía Mira por sufrir un embarazo, cuando podía ahorrarse todo el dolor y riesgos médicos mediante el uso de la incubadora. «Las mujeres somos creadoras de vida y debemos de experimentarlo en nuestras carnes. La naturaleza nos pertenece y no debemos de profanarla. Es una aberración que una máquina tenga a nuestro bebé en lugar de nosotras», espetó Mira, como si estuviera haciéndole un reproche a sus pensamientos.

El estómago de Mira había crecido como un globo, le llegaron las náuseas, los antojos y, en última instancia, las pataditas del futuro bebé, Elías. Axel solía poner su mano sobre su vientre hinchado, buscando conectarse con él. Le gustaba regalar palabras de cariño, mientras besaba la piel del estómago de Mira, que de contener a Elías parecía dada de sí. En ocasiones, Axel tenía pesadillas en las que se abría una brecha en la redondez de su amada, que la engullía a ella y al feto.

La puerta de entrada de la casa de Amaranta tenía la estatua de la diosa Hécate en un relieve de madera. Aquellos seis ojos, de las tres cabezas, parecían observar cada uno de sus movimientos como si buscaran proteger la entrada del hogar. Mira colocó su mano derecha sobre una de las cabezas de la diosa, después le susurró a Axel «Ella nos representa a nosotras, las mujeres». Axel guardó silencio, mientras sopesaba qué relación habría entre la feminidad y aquellos rostros.

Entraron a la casa de la bruja, que olía a sándalo. Estaba repleta de piedras mágicas, además de otros objetos que Axel no supo identificar. Tenía un péndulo de cuarzo rosa, una bola de cristal y diferentes barajas de cartas con poder para la adivinación. Amaranta les recibió con una sonrisa bajo sus diminutos ojos grises, enmarcados por unas gafas de media luna. Tenía el cabello cano, prácticamente blanco, con matices que variaban entre el violeta y el azul. Sobre su cabeza llevaba un sombrero de bruja hecho de papel de aluminio. Mira censuró a Axel, por miedo a que se riera de aquel extraño accesorio.

—¡Muchas gracias por invitarnos! Teníamos ganas de visitarte —empezó a hablar Mira, con genuina emoción. Axel decidió no comentar nada al respecto. —Como ya sabrás, me he quedado embarazada por el método tradicional y quería asegurarme de que todo está marchando bien con mi futuro bebé.

Amaranta asintió, antes de animarse a hablar.

—En primer lugar, me gustaría que antes de que empecemos con la sesión de Tarot me hagáis un favor. Tenéis que dejar cualquier artilugio electrónico que llevéis encima en esta caja. Antes de iros, os traeré la caja de vuelta. —Tomó aire. —Espero que me disculpéis, pero las ondas electromagnéticas me consumen como el aceite de un candelabro. Y me pongo enferma. El electromagnetismo es incompatible con la magia.

Mira asintió, después colocó su teléfono móvil dentro de aquella caja, que estaba hecha de metal. Axel imitó a la futura mamá de su hijo. Tras aquello, Amaranta les dirigió a un comedor con la mesa redonda, cubierta con un mantel con dibujos de constelaciones del horóscopo. Sacó su Tarot del bolsillo, encendió una vela blanca y volvió a sonreírles.

Lo cierto era que, desde que la tecnología había ocupado un lugar tan importante en la ciudad, Amaranta se había ido sintiendo más enferma. Pensaba que tenía alergia a las ondas, porque eran incompatibles con su poder arcano. Por eso solía pasearse con su sombrero de papel albal en la cabeza, ya que desviaba los rayos lejos de su cerebro.

—¿Cuál era el motivo principal de vuestra consulta?

—Me gustaría saber el sexo del bebé, y el color de sus ojos. También quiero saber si nacerá sano y si será feliz. —La emoción vibraba en la voz de la futura mamá de Elías.

Amaranta guardó silencio y se puso a repartir las cartas sobre el tapete de la mesa; las colocó en forma de cruz, siguiendo el órden de las agujas de un reloj. Mira reconoció la Rueda de la Fortuna, el Carro, la Sacerdotisa y la Templanza como los arcanos mayores. El resto de cartas fueron un Dos de Copas y el Rey de Oros. De todas ellas, la que le pareció más bonita fue la de la Sacerdotisa. Representaba al número dos de la baraja y aquello, evidentemente, era bastante revelador. El número dos como sinónimo de un segundo lugar. ¿Segunda en qué? En la vida, tal vez. Las cualidades de Mira nunca habían destacado en particular y siempre tenía la sensación de que había alguien dispuesto a ensombrecer su brillo. Segunda, también, por lo que implicaba ser mujer. Nosotras éramos la otredad. Mientras que el estándar —lo primero—, siempre fue lo masculino. Así que teníamos que seguir los pasos de un sendero que jamás pudimos escoger, que nos impusieron.

Mira también pensó en que había otras connotaciones en aquel arcano. El conocimiento desde la practicidad, que terminaba originándose en su misma esencia; innato. La plenitud del universo tampoco podía escapar a la sabiduría de la Sacerdotisa que, encerrada en un palacio, había desentrañado el significado del mundo sin tan siquiera haberlo podido visitar. Y así se sentía Mira: como un pájaro cautivo. Ella, igual que muchas de nosotras, tuvo que aceptar el rol de la contemplación.

—¿Qué te pasa? Te noto dispersa —le increpó Amaranta.

—Nada, es solo que a veces me da la sensación de que puedo saborear las cartas. La Sacerdotisa tiene un deje a clorofila y la Templanza sabe a mar.

—Eso te sucede porque tienes el don de la videncia. —Amaranta sonrió. —La Triple Diosa nos lo regaló a todas nosotras. Sin embargo, todos los dones acarrean envidias y maldiciones. Por eso, como a la Sacerdotisa de la baraja, nos quisieron arrebatar la habitación propia.

Tras aquello, empezó a hablar de lo que veían sus ojos sobre el futuro del pequeño Elías. Les dijo que sería un niño metódico, con la cabeza cuadrada, y de ojos azules. Les dijo, además, que tendría todos los dones que le había otorgado el Tarot al segundo arcano pero luciendo el tan deseado primer puesto, que solo podría serle otorgado por la masculinidad. Después les habló de que la Templanza lo bendijo con autocontrol y equilibrio. En él iba a residir la dualidad de pisar con uno de sus pies tierra firme mientras, con el otro, acariciaría el mar de la costa. Su Elías estaba capacitado para darlo todo; el frío y el calor. Sin embargo, habría un momento en la vida de Elías en el que su preciado equilibrio se difuminaría; por eso estaba ahí el Carro. Era un arcano que se posó al revés, para delatar un desequilibrio entre las fuerzas físicas y materiales.

—Elías está maldito —determinó la bruja—. Elías, como mucha gente con un don, nacerá maldito. Cuando llegue a su edad adulta, como estaba leyendo en el Carro, se congelará. Como sucede aquí, en la ciudad, que estamos todos muertos. Perderá su talento hasta convertirse en un bloque de hielo.

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Desde aquella visita, Amaranta no paraba de tener revelaciones respecto al bebé. A pesar de que jamás iba a ser madre, la magia le recordaba todas las madrugadas cada uno de los achaques que vivían las mujeres antes del parto. Pasados varios meses, tuvo una de las visiones que más la sorprendió en su larga vida. Todas las brujas sabían que el fruto de su poder trascendía más allá de la carne y residía a través de su feminidad. Por tanto, todas las brujas debían de ser mujeres para terminar interconectadas. Así pues, no la sorprendió el hecho de que, en uno de sus viajes astrales, viviera un nuevo parto. Podía presenciar su tripa redonda, tensa. Y experimentar los antojos a chocolate y la pesadez de pies. Sabía quién era, puesto que una parte de ella empezó a sentir que existía un hilo invisible que la unía irrevocablemente a Mira. Por ello, determinó que el universo engarzaba a las personas como si fueran las piezas de un intrincado rompecabezas que, una vez terminado, podía cobrar sentido.

Entonces, sintió cómo se removían sus entrañas, como si trataran de decirle algo. La boca le sabía a menta y su corazón se volvió hiel. Y lo supo. Tuvo toda la certeza del mundo de la maldición de Elías. Aquella visión, seguida por aquel aroma profundo a madera húmeda, le caló desde dentro. Así que derramó lágrimas con la evidencia de que tanto Mira como ella eran la misma persona; alguien que claudicaría en la desgracia. Malditas estaban ambas, y su descendencia debía de heredar la ponzoña.

Sin embargo, quisieron posponer lo inevitable. Por ello, abrazaron con todo el cariño del mundo aquel vientre inflado, con el único consuelo de que mientras lo aguardaran en su interior estaría alejado del dolor. No obstante, cuando llegaron las contracciones y el agua llovió entre sus piernas, erosionaron también sus ojos. Lloraba la vagina de la misma forma que lo hacía el resto de su cuerpo; con sus lágrimas, con su sudor, y con sus babas. El agua corrió hacia fuera en un llanto desgarrador, que buscaba sobreponerse al destino. Aceptaron, entonces, la epidural y empujaron con fuerza tratando de sentirse lo menos culpables posibles porque aquella vida, que acababa de eclosionar, perdiera el delicado vínculo en su ombligo.

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Aquella mañana, amaneció Amaranta con el desenlace del cuento en la cabeza pero, por desgracia, no iba a terminar con un «Vivieron felices y comieron perdices». Evocó a Mira como protagonista y a ella misma como su mejor amiga, tomándola de la mano. Las imaginó a ambas lidiando batallas contra dragones para romper todos y cada uno de los hechizos del reino. Sin embargo, aunque la ciudad en la que vivían estuviera congelada, su magia no iba a obrar suficiente fuerza como para romper con aquellos grilletes. De hecho, tampoco iban a apoyarla a ella, una bruja a la antigua usanza, a la hora de liderar la batalla. La gente quería a princesas jóvenes y guapas; sin celulitis, delgadas, y con toda la inocencia y promesas intactas. Mientras que ella, en cambio, era huérfana. Estaba malograda por una vida que la convirtió en fea. Y le gustaba ser fea, se lo repetía a menudo.

Acudió a la habitación de su madre para regodearse en su ausencia y se encontró con que sobre la colcha de la cama había un huevo de pato. Era redondo, blanco. Brillaba tanto que, durante unos instantes, creyó que estaba recubierto de plata. «¡Mamá!», gritó como la niña perdida que era. «Por favor, dime que eres tú quien está aquí dentro». Pero Romina no respondió porque, evidentemente, todavía no había eclosionado. Además, los patos no hablaban. «Ha nacido el bebé de Mira, y está maldito. Él es el destinado a liberar esta ciudad del hielo, pero no va a poder hacerlo. Y yo, con estas manos arrugadas, con estos labios finos, pálidos. Con estos ojos inútiles. Toda yo, no sirvo para prestarle ayuda». Hizo acopio de sus fuerzas para no ponerse a llorar, porque no quería quedar en evidencia delante de su madre.

Con la ilusión renovada, decidió acudir al hospital con Romina metida dentro de su bolso. En la recepción fue atendida por una chica joven, vestida de un blanco aséptico y con una cofia en su cabeza. Tenía los ojos del marrón de un roble, las pestañas tan largas que parecían infinitas, los labios rojos como manzanas. Le sonrió despacio, con miedo a asustarla por sus dientes afilados. Le preguntó por Mira, aunque sin saber su apellido no iba a llegar a ningún sitio. Sin embargo, Axel apareció tras ella, seguido por el olor a cigarro. «Buenas tardes, cuánto tiempo», saludó Amaranta. «Vengo a ver a Mira, sé que debe de estar ya ingresada en la planta de maternidad. ¿Qué tal está el bebé?». Axel, en respuesta, le regaló una sonrisa seca que incluso Amaranta, con sus dones de adivinación, no pudo descifrar. «Ven conmigo».

Llegaron a la habitación veintiocho, donde Mira descansaba con gesto agotado, pero satisfecho. Entonces, Amaranta se acercó a ella con el ansia de confiarle el secreto más preciado del mundo.

—Mi madre ha vuelto a verme, y es la prueba de que los milagros existen. Así que quizá pueda haber esperanza para el pequeño Elías. —Le mostró el huevo de pato, que brillaba como si fuera mágico bajo las luces del flexo del hospital.

—Eso es un huevo, no un milagro —le reconvino Mira, más desorientada que cualquier cosa.

—No es verdad, es mi madre Romina que desapareció dejando plumas de pato y, ahora, regresa como su victoria contra la muerte. Con razón me confesó que las brujas éramos inmortales.

Y aquello era cierto. No había mayor prueba de vida que la existencia misma de los huevos: dentro de su cáscara contenían una sustancia que parecía inocua, muerta, pero en cambio de su interior resurgía una nueva vida. Los huevos eran la evidencia más clara de ganar una batalla contra la muerte; del paso del frío del invierno al calor de los rayos del sol.

—Creo que no te sigo, y tampoco entiendo lo que propones, Amaranta.

La bruja malvada Amaranta usó la magia en sus ojos inútiles para sopesar el cuerpo cansado de Mira. Primero, contempló su cabello carente de brillo, después la palidez de su rostro y, en último lugar, valoró lo opacas que tenía sus pupilas. La sangre de aquel embarazo le había arrebatado gran parte de su esencia; era como si aquel bebé hubiera robado la mitad de la vida que le restaba a su madre. Y así iba a suceder por los siglos de los siglos, porque aquella era una de muchas de las penitencias que pagábamos las mujeres.

—Pienso que Romina, cuando nazca, va a apadrinar al pequeño Elías para enseñarle cómo combatir su maldición helada. Creo que, a veces, estar maldito o vivir en desgracia es la consecuencia de ser incomprendido por aquello que nos rodea. Y, en última instancia, pienso que tu bebé va a ser un alma que ha nacido para marcar un hito en la forma tan fea que tiene el mundo de ver a las brujas.

—¿Será él quien nos dé voz?

—El primer paso para cambiar las cosas es que quienes construyeron nuestra penitencia reconozcan que estamos presas.

Ambas se giraron hacia Axel, que guardaba silencio. De fondo, escucharon el llanto del pequeño Elías, en un reclamo de atención que rompió la complicidad que durante siglos habían construido todas y cada una de las mujeres.

Historia de vida

Desde el momento en el que nací, ser mujer fue un factor de riesgo. Mi madre, otra mujer, a sus treinta años se vio en la tesitura de tener que cuidar sola a una recién nacida, porque su marido decidió abandonarla por una chica más joven y menos embarazada que ella. Tuvo que hacer de tripas corazón y tirar para adelante buscando un empleo —mal pagado, porque mi padre no la dejó formarse o trabajar hasta aquel momento— para poder mantenernos a las dos. En su lucha tuvo que lidiar con comentarios horrendos «Es una puta, por eso se ha quedado sola», que a lo largo de toda mi infancia yo también tuve que escuchar. Así que crecí con mi madre y mi vecina, quienes me dieron todo el cariño del mundo.

A pesar de que me dijeran que mi familia estaba rota y que mi padre no me quería, jamás me importó. Había otras cosas que acaparaban más mi atención: como el bullying que viví en el colegio, o el absoluto rechazo de toda mi familia paterna. Cuando visitaba a la yaya de mi papá, solo recibía comentarios hirientes alrededor de mi aspecto y mi inteligencia, mientras se cuestionaban si era bueno que hubiera nacido. A raíz de todo aquello, recuerdo que solía pensar cuál era mi motivo para estar en este mundo: por un lado, había arruinado la vida de mi madre porque se tenía que desvivir trabajando muchas horas para mantenernos y, por otro lado, no tenía un círculo social sólido de amigos que me hicieran sentir parte de algo. Así que la palabra «Carga» giraba una, y otra, y otra vez dentro de mi cabeza.

Tampoco era una chica lista, ni trabajadora, ni tan siquiera guapa. Era —soy— María. Torpe, nerviosa, preguntona y, sobre todo, ausente. Estaba, pero no estaba. Me quedaba durante largos ratos imaginando figuras en el techo de mi cuarto, donde pasaba quizá demasiado tiempo porque las obligaciones de mi madre y mi vecina las dejaban sin espacio para llevarme al parque a jugar. A veces escribía o hacía dibujos de mis historias. Contaba cuentos donde las princesas tenían superpoderes y podían volar. Siempre me gustó escribir: imaginar fue mi herramienta estrella en aquella etapa tan solitaria.

Después, llegó la adolescencia y, con ella, el instituto. Soñaba con ir al instituto para usar las taquillas, como hacían las adolescentes de Disney Channel. Quería ser una diva del pop, con magia y mucha purpurina. Sin embargo, aquello resultó una fantasía y el instituto terminó por romperme. El bullying se incrementó: me pegaban palizas al salir de clase y mi madre, en vista de no encontrar una solución a la situación, tuvo que cambiarme de centro de estudios. Pero como estaba maldita, mis nuevos compañeros también me desplazaron.

Creo que aquel fue mi punto de inflexión. «Soy diferente», pensé. «María, eres diferente y lo notan los demás». «Estás maldita, así que debes abrazar tu desazón». Y lo hice. Tras un año desastroso de Tercero de la ESO, en el que repetí curso porque tenía fobia por ir a clase, amanecí como una persona nueva. Recuerdo que me teñí el pelo de rojo, para parecer una sirena, y me hice el eyeliner de Marilyn Monroe. Me sentía cansada, enfurecida, apática y más cosas. A menudo experimentaba emociones contradictorias. Aquel año también me aislé de la mayoría de compañeros de clase y me centré únicamente en escribir. Para mí, las palabras son un puente hacia otras personas. Al escribir, estás regalando a los demás un pedacito de ti que, si aceptan tomar, les hará verse como alguien distinto. No hay nada que leas que no te cambie, de igual forma que no hay nada que escribas que te haga ser la misma persona.

Para concluir con esta historia, solo me queda exponer los últimos años, que fueron también los más dolorosos. Conocí a un chico que pensaba que era el amor de mi vida, pero no. Su nombre era David y por aquel entonces los dos teníamos diecisiete años. Quise a David más que a mi propia vida, y tal vez aquello fue uno de los principales problemas. Como dije al principio, ser mujer es siempre un factor de riesgo. En primer lugar, porque ser mujer implica estar expuesta a muchas cosas; entre ellas, al excesivo juicio de los demás sobre ti. A mí me juzgaron al nacer, en el colegio y en los dos institutos. Me juzgó también la familia de mi padre y la mayor parte de vecinos del pueblo en el que vivo. Y eso solo me rompió. Me hizo débil, insegura y dependiente. Me hizo dudar de mis capacidades, de mi inteligencia y, por encima de todo, destruyó mi autoestima.

Así que ¿Cómo no iba a querer más a David que a mí misma, si en el fondo yo nunca me había querido? Mi existencia se basaba en la aceptación de ser un absoluto fracaso y, por tanto, mi vida no debía de centrarse en mí. Estuve durante nueve años de novia con David; nueve años de maltrato y otro tipo de vejaciones. Cuando conseguí salir de aquella relación, el psicólogo de la Seguridad Social me derivó a La Casa de la Dona, donde no asistí por miedo a quedar en evidencia. Aquel lapso de tiempo fue un agujero negro: el tráuma me impidie recordar —incluso a día de hoy— gran parte de las cosas que me sucedieron. Sé que inicié mis estudios de Filología Hispánica porque amo el mundo de las palabras. Y también sé que conocí a personas maravillosas que me dieron el último empujón para salir del pozo.

Durante el proceso de escapar de aquella etapa, estudié el Grado Superior de Promoción de Igualdad de Género, porque era algo que me motivaba para salir de la cama. Y ahora estudio Integración Social porque tengo la vocación de ayudar a las personas. De la misma forma que escribir es construir un puente con los demás, prestarles ayuda sirve para que los demás construyan su puente con el mundo. Y, para ser sincera, a mí los puentes me gustan mucho; a lo mejor debí ser arquitecta.

[Boceto] Como sobrevivir al nuevo Nockmoon

Capítulo I: Sobre las circunstancias del nuevo Nockmoon

Para poder hablar de Onna, habría que evocarla como hacíamos con la luz; resplandeciente, cálida y capaz de iluminar el sendero de muchas personas. Así refulgía ella. Sin embargo, las llamas siempre se consumían en cenizas, como terminaría por sucederle. Y aquello era algo que cautivaba a Nabrissa, su mejor amiga. Onna, quien parecía haber nacido con la ilusión debajo del brazo, acumulaba la esperanza en los pliegues de sus finos dedos. A pesar de la pobreza y precariedad que la envolvían, Onna evitaba resignarse. Hasta que se quebró. Nabrissa se dio cuenta de la decadencia de Onna una mañana en la que estuvieron compartiendo una sesión de limpieza de auras. Miró hacia sus ojos oscuros y almendrados, y se perdió frente al abismo. Su aura era negra; como un mal augurio.

Onna tenía la piel morena, pecas en las mejillas, en los hombros y en la nariz. Era de constitución escuálida; sus costillas estaban marcadas, como consecuencia de la hambruna que había provocado la guerra. Sin embargo, cuando Nabrissa contemplaba a Onna se encontraba con la vitalidad creciendo de su pellejo; como si se sobrepusiera al amasijo terrenal que era ella. Pero aquel día, solo la percibió como a un espectro. El primer impulso que tuvo Nabrissa fue el de asustarse: jamás había visto así a su amiga. Para ella, Onna había sido siempre muy bonita, aunque el resto de la gente no la concibiera de aquella manera.

En Nockmoon solo las querían blancas, porque una tez clara significaba pertenecer a una estirpe de la realeza, que jamás iba a ser acariciada por su sol. Aquella estrella, bautizada con el nombre de Azan era la máxima responsable de la destrucción de su planeta. Azan había secado cosechas, asesinado a familias enteras, extinguido especies y provocado una guerra que iba a destruirlos mucho antes de lo que lo haría la escasez de recursos.

Por otro lado, poseer la tez morena era un rasgo evolutivo que se estaba volviendo cada vez más predominante y era bastante útil: gracias a él era posible salir en pleno día y estar bajo la radiación sin sufrir quemaduras graves. Onna pensaba, a raíz de todo aquello, que el racismo hacia la piel carbón tenía su raíz en el miedo de aceptar que eran el futuro de Nockmoon. Asimismo, la gente carbón jamás podría ser tomada en cuenta en aquel mundo, porque su misma existencia era una prueba sobre los estragos ecológicos que se cometieron a lo largo de los últimos siglos y aquello, a fin de cuentas, sería aceptar que habían sido partícipes, en mayor o menor medida, de su propia destrucción.

Sin embargo, rezaban a Azan porque era el único que bajo toda aquella decadencia se erigía como un dios cruel, pero indestructible. Así que lo veían como a un ente superior que en cualquier momento iba a destruirlos con su fuego. Onna y Nabrissa, por otro lado, decidían rendirle culto a Sell; la estrella que más brillaba en las noches de Nockmoon. A lo largo de la primavera y el verano, iluminaba tanto el cielo que parecía ser una versión misericordiosa del ingobernable Azan. «Cuando me dices que soy luz, siento que me parezco a Sell», le musitó Onna aquella mañana a Nabrissa.

—¿Te encuentras bien, Onna? —inquirió su amiga, con miedo de obtener la respuesta.


—Sí. —Hizo una pausa. —O no. No lo sé. Últimamente me siento distinta. Han pasado ya más de diez años desde que se inició la guerra contra Namma y contra más tiempo pasa, más crecen mis dudas. Esta misma noche lo estaba yo pensando. ¿Cómo podemos estar absolutamente seguras de que nos encontramos en guerra? Hemos visto que mandamos soldados; de hecho, Hero militó para acudir a la guerra. Pero no tenemos pruebas de que nada de eso haya sido así. O sea ¿Dónde están los soldados nammeses? ¿Los has visto tú, Nabrissa?

—No, pero sí vi las bombas y que falta comida. Vi los edificios calcinados y también tuve que despedirme de Hero. —Hizo una pausa dramática. —¿Quién sino haría todo aquello? Los nammeses, porque están enfadados porque no nos podemos permitir el precio de sus telas. Y nosotros necesitamos esas telas para salir a la luz sin quemarnos por los rayos ultravioleta.

—¿Y si fuera todo mentira? ¿Y si es el estado el que nos está manipulando?

Nabrissa miró hacia Onna como si hubiera perdido completamente la cabeza. Achicó sus ojos con suspicacia, para acto seguido responder:

—¿Cómo sabes que hay oxígeno en el aire si no lo ves? Porque lo sientes. Puede que no veamos a los soldados de Namma, pero estamos claramente en un ambiente de guerra. Y eso se percibe en cada fibra del ser. El miedo, la incertidumbre, la pérdida… —Suspiró. —De igual forma que estoy sintiendo que no eres la misma. Tienes el aura enferma, Onna. ¿Qué te pasa?

—Cada día me veo más perdida. Ya no tengo claro qué es lo que nos hace falta para salir de todo esto. Quiero poderme resignar, pero no lo consigo. No hay noche en la que no me repita una y otra vez que nada va a cambiar.

—¿Es por Hero? Hace ya un mes que no está.

Onna no respondió. Así pues, Nabrissa pensó que la decisión más inteligente era cambiar de tema.
—¿Vamos a la plaza, a recoger comida?


.

A veces necesito decirme que me odio. Y, en esa vorágine de autodestrucción, encontrarme a mí misma. No existe cosa capaz de representarme mejor que el desprecio que siento cuando me miro en el espejo y no soy lo suficiente bonita. Ni lo suficiente estilizada. Ni lista. Antes me sentía lista, pero nunca más. 

Tampoco tengo talento para contar historias; ya ni siquiera me apetece contar historias. Antaño hablaba de chicas valientes, pero tristes; que querían atrapar la felicidad entre sus manos. Ahora, parece que solo puedo hablar de mí. Antes, me fraccionaba en diferentes personajes —distintos a mí, o iguales— y era capaz de imaginar vidas distintas. Pero el presente me ha regalado una cabeza vacía: sin ideas, estoica y repleta de ataraxia. Sigo obsesionada con la ataraxia: aunque ya no sé si quiero abrazarla o escupir sobre su frente. 

Antaño podía conseguir que me entendieran o conectar, aunque fuera un poco, con aquel que se molestara en leerle. Pero ya no; eso ha terminado. Mis palabras caen en saco roto —igual que en el pasado, pero más invisibles—. Así que me sigo odiando, porque a pesar de estar empezando a alcanzar mis metas, me siento profundamente insatisfecha. No me gusta la chica en la que me he convertido. Y es que la tragedia reside en que ya no me queda nada que contar.

En el Hotel Monterrey

Estaba limpiando los azulejos del suelo con una dejadez pasmosa. El reloj parecía no avanzar. Con la vista en él, mecía la fregona. Los segundos, que no pasaban. Cómo era posible que, cuando estaba en el descanso, un instante fuera solo eso; un instante. Mientras que ahora, cautiva, el minutero se arrastraba sobre mí dejándome arañazos. Entonces hundía el mocho, pensando en lo que había echado en al agua; lejía y fregasuelos. Me lo quería beber: era lo único que estaba claro. Me imaginaba empinando el cubo y tragando. Me ardería el estómago, llamarían a una ambulancia y no me podrían salvar. A veces quería morirme. En realidad, durante el tiempo que estuve trabajando en el hotel, lo meditaba a menudo. Si lo hubiera manifestado en voz alta, la gente se habría echado las manos a la cabeza y me llamarían loca y exagerada. 

Siendo sincera, han habido muchas veces en las que me he querido morir. Cuando me insultaban en el colegio, pensaba una y otra vez en lanzarme a las vías del metro. Cuando me insultaron en el instituto, continuaba pensándolo. Luego conocí a David y no me quise suicidar. Pero más adelante, cuando estaba triste con David por todas las decisiones malas que tomamos, también me quería matar. En aquella época quería prenderme fuego con el aceite de la cocina. Cuando dejé a David, planeaba matarme de muchas formas; con los cuchillos de la cocina, con el aceite, saltando desde el balcón, o a las vías del metro...

Eran pensamientos intrusivos; lo sé porque, como me asustaban, busqué información sobre ellos en internet. El caso era que me apetecía tanto hacerles caso que me daba miedo; eran como una voz, un eco que nunca se callaba. Y creía que no regresarían nunca pero, cuando tuve que trabajar en el Hotel Monterrey, regresaron. Así que suponía que estaba destinada a la tragedia: me veía como Edipo, o algo así. Con mi destino escrito en el oráculo de Delfos; como si de alguna forma estuviera grabado en piedra que daba igual lo que hiciera, porque nada me iba a salir bien. Desde niña me lo decían. Yo de niña siempre quise hacer muchas cosas, pero gran parte de mi alrededor parecía molesto por ello. 

Le dije a Raúl que me quería beber el agua de fregar, pero le restó importancia. Tengo la sensación de que estoy loca y por eso las personas le restan peso a mis palabras. Solo quiero que me escuchen sin juzgarme, pero en realidad nadie lo hace, nunca.

Seguían faltando muchas cosas por hacer antes de terminar el turno de trabajo, pero al menos ya había terminado de limpiar el suelo. Tomé el cubo y lo vacié fuera; como quien vuelca las ilusiones de Papá Nöel o los Reyes Magos. Aquel día no me iba a suicidar, porque ya no había líquido en el cubo. Ni el siguiente, ni el otro. Monterrey terminará y, una vez suceda, estaré menos triste. Quiero romper las tablas del oráculo.

 
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