La señorita Ahufinger


La señorita Ahufinger se mantuvo callada, contemplando el rostro de su tío sin hablar; éste la miraba con desprecio, desquitando en la joven el odio que tenía hacia su hermano y padre de ella.

La señorita Ahufinger quiso gritarle y decirle todo lo que pensaba de lo que le hacía; proclamar que estaba hasta los cojones de sus gilipolleces y reprocharle su inmadurez al reflejar el cabreo que tenía con su hermano en ella, la única que no tenía nada que ver en el asunto.

Lo cierto era que la señorita Ahufinger ni siquiera había disfrutado teniendo un progenitor atento, pues jamás recordó que su padre ejerciera como tal o mostrara algún interés en ella. Y aún así, su tío la crucificaba afirmando que ella portaba el mismo rostro que su progenitor —siendo ello una burda mentira, pues ella era un calco a su madre—, y aseverando que tenía los mismos defectos que éste.

La señorita Ahufinger retenía sus lágrimas sin reclamar, ya que sabía que si abría la boca tenía las de perder. Y así acaeció la comida familiar en casa de su abuela; con la señorita Ahufinger sentada, vislumbrando su intacto y poco apetecible plato de arroz al horno con bacalao mientras su tío insinuaba que la joven tenía problemas de desnutrición como su padre al estar tan delgada y que era una niña rara, también por culpa de su padre.

Entonces fue cuando la señorita Ahufinger dijo «Hasta aquí», y tomó la determinación de cambiarse los apellidos.


Y seguidamente fue cuando se alegró al pensar que en cuanto hiciera todo el papeleo el «Ahufinger» materno no sería un mero apodo, sino pasaría a convertirse en un elemento fundamental de su DNI.




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