Quia mare est



La niña se sentía sola; sin vida. Anhelaba que la princesa Soledad fuera en su busca. Que la consolara y la abrazara con fuerza, meciéndola entre sus brazos a la par que articulaba «Shhh... No dejes que la marea del dolor te lleve. Estoy aquí, a tu lado, y te quiero».

La niña quería dejar de sentirse mal. Anhelaba no hundirse en las profundidades del mar de sus miedos, para así subir a la superficie; ahí donde se hallan sus recuerdos más bellos. Pero cada vez que se esforzaba por conseguirlo, un malvado pirata pordiosero lanzaba un ancla a su espalda. Entonces era cuando la niña no podía seguir nadando, y se dejaba llevar por el peso que le habían impuesto.

El mar de la niña era muy peligroso, pues casi todos los días caían truenos y relámpagos sobre el manto azulado, repleto de turbulentas olas. Tal vez, si la niña estuviera de nuevo con Soledad, las cosas cambiarían. Sí, éso era. Necesitaba a la princesa. Ahora.

—¡¡Soledad!! —gritó la niña, cada vez más cerca de tocar el fondo oscuro de su océano. Sus pulmones se llenaron de sal y amargura líquida—. ¡¡Soledad!!

La niña no tenía intención alguna de rendirse, aún a pesar de que el agua la rodeara impidiéndole respirar mientras la engullía a la parte más profunda e inhabitada de su mar. Esta vez encontraría a la princesa; esta vez podría conseguir sacar la cabeza fuera del agua e inspirar el reparador oxígeno de la superficie terrestre.

—¡¡Sooooooledaaad!! —Chilló con todo el empeño y las fuerzas que tenía. Su bramido desgarrador atravesó los cinco continentes, dos veces. Fue viajero de bosques y desiertos; de laderas y montañas. Consiguió, incluso, rozar el horizonte.

La princesa Soledad, huyendo de su enemigo; El príncipe egoísta, escuchó el vocativo desesperado de la niña.









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